No he sido nunca una persona de muchos recursos
monetarios. Tuve la mala fortuna de haber nacido en una pocilga, con un
drogadicto alcohólico como padre y una depresiva y taciturna mujer como madre.
Hechos desventurados me han acompañado durante toda la vida, cual buitres
esperando para devorar la pútrida carroña de los inertes miembros de sus
presas. Siempre he dicho que, así como los seres vivos necesitan alimentarse
para vivir, el azar necesita abastecerse de la mala ventura de los sujetos, y
es evidente que vio ya en mí una fuente inagotable de recursos, pues mi suerte
es horrible…
Como sea, heme
aquí ahora, atrapado en la ciudad de Hamburgo, con la ínfima suma de cinco
euros en mis andrajosos bolsillos, y un violín en las temblorosas manos,
intentando encarar al destino como protesta ante sus injusticias.
Hace largo rato ya que amaneció. Las calles están
atestadas de personas rumbo a su trabajo. Sentado en un banco, intento
preservar mis miembros del frío que se extiende por toda la ciudad. Froto mis
manos, en un pobre intento de devolverles el calor que me reclaman a gritos. No
lo logro. Resignado, meto mis congelados dedos en mis cálidos bolsillos
mientras espero que el calor sea el suficiente como para lograr tocar el violín.
Si no, ¿cómo me ganaré la vida?
Espero, por lo tanto. Pasa una hora, pasan dos, y el frío
inmutable permanece, indiferente a mi molestia. No soy capaz de pararme para
entrar en calor, así que permanezco sentado en mi banco, teniendo por única
compañía un mohoso sombrero que no es mío pero concuerda totalmente con mi
atuendo. Es en ese sombrero en el que los más caritativos ciudadanos de
Hamburgo depositan algunas monedas y uno que otro billete, a la vez que
mascullan algunas palabras en un ininteligible alemán. No me ofendo, pese a la
clara confusión que significa haberme tenido por un pordiosero, un mendigo.
Total, dinero es dinero, independiente de cómo venga. Y renegar del dinero,
sobre todo en tiempos de necesidad, es imprudente, si no estúpido. Por tanto,
no hago más que sonreír ante cualquier gesto de solidaridad alemana, haciendo
caso omiso a mi orgullo, que demanda imperativamente no aceptar estas ofrendas
germanas acompañadas del horrible sonido gutural que es sinónimo inequívoco del
idioma alemán.
A medida que pasa el tiempo, comienzan a elevarse las
temperaturas. Cuando el calor en mi cuerpo es suficiente como para, al menos,
levantarme de mi asiento, saco las manos de mis bolsillos y me las froto una
vez más, casi instintivamente. Acto seguido me levanto y tomo el violín,
dispuesto, por fin, a demostrar a los bárbaros mi arte. Voy a partir con
Beethoven (incluso un alemán, pienso, reconocerá el innegable valor de la obra
del Maestro, siendo un compatriota), pero me detengo justo antes de comenzar la
pieza. ¿Y si no les gusta?¿Qué pasa si, a pesar de todos mis esfuerzos, me
abuchean? Quizás no soy tan buen intérprete. ¿Y si no me miran, siquiera? ¡Ah! Puedo
imaginarlos caminando enfrente mío, indiferentes a mi arte, tan sordos a mi
música como el mismo compositor al final de sus días… ¡Malditos alemanes!
Me levanto indignado, y empujo a un anciano de rostro
amable: necesito hacer a alguien depositario de mi ira, y nadie es más odiado
al enfurecerse que un tipo contento.
—Hazte a un lado, viejo chocho—le digo, con la seguridad
de que no me entiende. Es sabido que en Alemania no se tolera más que la lengua
madre.
No es la primera vez que sufro un ataque de ira, por lo
que sé exactamente qué procedimiento seguir. Mirando mis pies sucios cruzo una
calle vacía y me dirijo al despojo de taberna que he aprendido a convertir en
mi hogar. Entro resignado, casi obligado por unos instintos que hace mucho no
me obedecen. Me dirijo al tabernero con urgencia. Las manos me tiemblan, y mi
rostro, perlado de un sudor frío, se halla crispado por la necesidad. El
suplicio, sin embargo, cesa apenas la primera gota de alcohol etílico se mezcla
con el torrente sanguíneo. Suspiro aliviado, mas con una pequeña pizca de
remordimiento: no todo mi cuerpo celebra. Confinado en un rincón, amargado y
convaleciente, mi hígado protesta a gritos. Pero no le hago caso, hace mucho ya
que aprendí a silenciar sus alegatos solitarios. Supongo que algún día dejará
de quejarse. Si eso ocurre de seguro seré más feliz, pues al menos sabré que mi
hora está cerca.
Dejo de tomar en cuanto dejo de sentir cualquier cosa que
no sean los reflujos de mi estómago atribulado, que al parecer se ha sumado a
la huelga dirigida por mi hígado. Me levanto tambaleante y salgo de la taberna
a duras penas, acompañado únicamente por mi flauta, fiel compañera de vida.
Fuera ya está oscuro, pero las calles siguen atestadas de gente. Diviso mi
banco en la lejanía, pero no tengo fuerzas para reclamarlo como propio como
hago todas las noches. Prefiero, en atención a mi precario estado, tumbarme en
el callejón escondido junto al bar, ése en el que todos vomitan las penas
inmisericordes que los atormentan. Al temblor intermitente de mis manos se
suman enérgicamente mis rodillas y mi abdomen, azuzados por el frío. Sin
fuerzas, casi exánime, me echo en el frío suelo al que no puedo hacer ascos.
Está frígido, pero ya es tarde para levantarme: aunque quisiera, ya no me
quedan fuerzas más que para dormir, abrazado a mi pequeña cítara, mi única
amiga. Lentamente, y a pesar del frío de Hamburgo, caigo en los dulces brazos
de Morfeo…
En invierno, Nueva York amanece a temperaturas muy
inferiores a los cero grados Celsius. Pasear de madrugada por sus calles y
avenidas es una proeza de proporciones homéricas, por lo que podríamos
considerar a los dos caminantes una especie de héroes clásicos retornando victoriosos
de Troya. Tenían la mirada encendida, y conversaban muy animados a pesar del
frío que les congelaba las orejas y les dificultaba caminar. El sol comenzaba a
salir, desdibujado entre nubes grises, alumbrando el paisaje neoyorkino con una
luz pálida, tímida. De pronto, se detuvieron. Frente a ellos, un oscuro
callejón batallaba por dotar de eternidad a la noche ya desaparecida. Pero
había sido derrotado por la luz: su interior comenzaba a adivinarse. Junto a él
había un restaurante chino, sucio y oscuro, para el que el callejón hacía las
veces de basurero. Cuando la luz fue suficiente como para entrever en el
interior de la callejuela algo más que cosas informes, fue posible apreciar una
figura humana. Yacía en el suelo de la misma forma que los restos de comida
china: olvidado e inútil. Tenía el pelo largo pegado a la mejilla izquierda, y
su boca entreabierta permitía apreciar unos pocos dientes amarillentos. Sus
brazos rodeaban el vacío, como si intentara abrazar algo existente sólo para él.
Lo rodeaban con firmeza, casi con ternura.
Los dos amigos se acercaron con cautela. En sus rostros
se podía leer el nerviosismo.
—¿Es él?—preguntó uno. Su voz denotaba ansiedad.
—Así es. Estoy seguro—respondió el otro.—Ayer mismo lo
vi, tambaleándose. Salía de ese restaurante chino, murmurando algo sobre
música. Creo que se creía Beethoven, el pobrecillo. Cada día finge ser algo
distinto: recuerdo una vez que lo vi dar coces, relinchando. El caso es de lo
más curioso, ¿no crees? Querer ser todas las cosas y sin embargo no llegar a
ser ni siquiera la que te corresponde por naturaleza…
El primero no respondió inmediatamente. Miraba fijamente
al pobre hombre, tumbado en el suelo helado. Cuando habló, lo hizo despacio,
casi con solemnidad:
—¿Qué crees que sea hoy día?—preguntó lentamente.
—No lo sé. Me parece a mí que hoy le toca estar muerto,
¿qué dices?—contestó su amigo, tomando el brazo del hombre tendido para buscar
el pulso, sin encontrarlo. Al soltarlo, el brazo inánime cayó y quedó en una
posición extraña.—Por Dios, ¡qué bien finge!
—Averiguarlo es fácil. En mi bolsillo tengo un alfiler, si
el hombre está vivo le resultará bastante difícil resistir el impulso de gritar
cuando se lo clave.
Dicho esto, tomó el alfiler y se lo clavó en el brazo,
sin aparentes resultados.
—No puedo creerlo. ¡Qué prodigio! ¡Pero si ni
sangra!—exclamó sorprendido el hombre que había clavado el
alfiler.—Verdaderamente se toma en serio su papel. Creo que ya huele, incluso.
—En verdad es de lo más curioso,—dijo el otro con
desgana.—pero creo que deberíamos irnos. Hace frío a estas horas, y muero por una
pinta de cerveza. ¿Por casualidad habrá algún bar por estas lindes?
—El más cercano se encuentra a un par de manzanas. Tienes
toda la razón; vamos de inmediato.
Así, ambos caminantes continuaron sus aventuras, dejando
al pobre hombre fingir que se pudría lentamente, comido ya por los gusanos. Por
fin era lo que fingía ser.
Belloni.
Franco, como te dije en el taller, tu cuento me recuerda mucho a la obra de teatro de Bunster....ese personaje que está loco y es invisible a los otros, que por como lo tratan, pareciera que están tan locos como el (aunque sea en un sentido distinto).
ResponderEliminarMe gusta mucho, y me deja reflexionando un poco sobre los personajes así que podemos encontrar en nuestra vida.