El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural
Las ruinas circulares
Las ruinas circulares
Esa mañana,
cuando llamaron a su puerta, Julián nunca hubiera imaginado que se encontraría con
un tipo como aquel. Salvo por esos ojos grises, la persona que esperaba franquear
el umbral de su consulta era exactamente igual a él.
Julián se hizo a un lado y dejó pasar al sujeto. Lo condujo hasta un
cómodo sillón y luego se sentó frente a él en un sencillo banco de madera.
Antes de que Julián pudiera presentarse o preguntarle el motivo de su visita,
el paciente comenzó a hablarle, atropelladamente, como si tuviera prisa. Parecía
que su visita conocía los procedimientos protocolares que anteceden a la
primera consulta con un psicólogo, porque no hizo falta que le preguntara sobre
su familia, sus relaciones personales o el motivo mismo que lo trajo hasta ahí.
Julián se limitó, pues, a anotar cada palabra del paciente en su bloc.
Cuando este hubo terminado de hablar y Julián, hubo acabado de escribir
los antecedentes, se percató de que no le había preguntado por su nombre. Obviamente
lo había visto en la planilla de las visitas de ese día, pero el destino se lo
había arrebatado de su memoria de perro viejo. Aquel error era imperdonable en
un facultativo de su porte. Años de estudio en una universidad de primer nivel.
Luego, una especialización en el extranjero que le había supuesto muchas noches
en vela e ingentes cantidades de café. Había llegado más lejos que cualquiera
de su promoción, pero justo esa mañana había olvidado el nombre del paciente.
Levantó la mirada del bloc hacia el sujeto que yacía apoltronado en el
sillón, pero, cosa curiosa, las palabras no salieron de su boca. El paciente lo
miraba fijamente, esperando un veredicto luego de su cháchara protocolar.
Julián nuevamente hizo un esfuerzo para articular una frase inteligible, un
¿cuál es su nombre, caballero? o algo por el estilo, casi como si se tratara de
una informalidad, y, no obstante, sabía lo absurdo de esa pregunta. Quizá fue
el cansancio de una semana pesada, de un semestre aplastante y, aunque se
reconocía distraído, le parecía imperdonable su actitud para con el hombre que
lo miraba con fijeza.
—No hace falta que me pregunte mi
nombre, Julián. Yo ya sé el suyo y con eso basta —dijo tranquilamente el sujeto.
Julián se tranquilizó; al fin y al
cabo, si el mismo paciente vio poca cosa en la falta que cometiera, luego se
encargaría de revisar en la planilla la información que requería.
Pero, tal como le había ocurrido con
el nombre, al tratar de preguntarle algo, las palabras no acudieron nuevamente
a su boca. Aparecían claras en su mente, pero Julián esa mañana, era incapaz de
proferirlas con la llaneza que lo caracterizaba.
—No hace falta tampoco que me pregunte
algo más, Julián. Yo ya sé qué me quiere preguntar.
Y acto seguido, su paciente se
explayó sobre el origen de su problema. Le resumió en pocas palabras que día y
noche, al escribir acaloradamente un par de líneas de la novela que iba
adquiriendo forma en su escritorio, no podía encontrar una solución para salvar
al protagonista. Se había encariñado enormemente de este y si bien el relato
exigía, por constitución interna, la muerte inminente del personaje, su
paciente estaba haciendo lo posible por evitarla.
Julián seguía sin poder hablar, pero
en su fuero interno pensó que semejante estupidez no podía ser razón para
visitarlo. Para esas fruslerías, bien podía acudir a un profesor de literatura
o a un crítico literario, pero no a un psicólogo.
—Lo sé, Julián. Lo sé. Pero tampoco
lo han podido resolver los académicos que he visitado. Me dicen que la solución
está en mí. Ellos no pueden intervenir en el proceso creativo de una novela que
no les pertenece.
Julián sintió escalofríos, ¿cómo
había podido adivinar sus pensamientos?
Y, como si nuevamente, hubiera
estado pensando en voz alta, el paciente le contestó:
—No se preocupe, por eso, Julián. No
es trascendente para mi problema.
Tantos años de preparación y noches
que había pasado con la mente enfrascada en largos textos de Jung, Freud y
Lacan, que ahora parecían evaporarse en una neblina húmeda y distante, no lo
habían preparado para una situación como esa. Ni siquiera podía recordar cuándo
había estudiado a esos autores. Su paranoia se intensificó con violencia.
—Tranquilo, Julián. Ya todo terminará.
Usted nunca estudió a esos autores. Jamás abrió un libro de ellos… es más, yo lo hice.
Poco a poco, la figura familiar del
paciente, salvo por esos ojos grises, fue adquiriendo sentido. Ya conocía su
nombre, pero temía pronunciarlo. La sola idea parecía descabellada, sacada
quizá del peor libreto de Hollywood. Julián consultó nuevamente sus notas.
El paciente gustaba de la misma
música que alguna vez escuchara él, amaba los perros y a ratos se debatía entre
la más angustiante preocupación y la más lánguida de las calmas posibles. En
definitiva, parecían haber sido pintados con la misma brocha en muchos
aspectos.
—¡¿Quién eres, maldita sea?! —dijo
al fin, Julián, como si sus labios se hubieran abierto por acción de un
demiurgo malicioso, no por propia voluntad.
—Eso no importa, Julián —hizo una
pausa que pareció eterna—. Pero usted no ha logrado ayudarme. Quizá fue por mi
culpa. Lo lamento. Creo que mi problema no tiene solución. Lo siento mucho. Yo
no quise que corrieras este futuro.
Acto seguido, Julián se desplomó de
su banco de madera. La consulta se desvaneció en las tinieblas y ya no sintió
nada más.
—Domingo, ¡atina, poh! Hace rato que estoy
sosteniendo tu mojito, ¿terminaste de anudarte los zapatos?
—Sí, perdona. Estaba pensando en el
final de mi cuento. Creo que el psicólogo se muere al final, no sé. ¿Qué te
parece?
—¿Cómo se te ocurrió? —su compañero
se río estruendosamente—. ¿Trataste de hablar con él, acaso?
Para Domingo, de Felipe
BUENÍSIMO!
ResponderEliminarJajajja
ResponderEliminarEs muy domingo igual! Me gusto! Bien pensado, bien personalizado!!