domingo, 22 de enero de 2017

Eran felices, y lo sabían

Por Gabriela Valdivieso

Recuerda perfectamente cuando llegaron a su casa-paraíso. Ese mundo era entonces un colchón y unas blancas paredes, pero todo era decorado por pedazos de su cariño. Para ella, la sombra de él daba la iluminación perfecta, su transpiración en la almohada cada mañana era definitorio del ecosistema.

Sin esfuerzo, aún podía sentir el lunar de su cuello en las baldosas de la cocina, sus dedos atravesaban los crespos de su pelo en la baranda de la terraza. Los vellos canosos de su barba parecían asomarse en las hojitas de su primera planta.

Recuerda cuando él colgó dos marcos arriba de la cama. Uno venía vacío, así lo quería, sin foto, y el otro tenía una imagen del Golden Bridge de San Francisco. Recuerda que le encantaba atravesar con el pensamiento los cables del puente y recorrer con el espíritu, como en bicicleta, la distancia de un extremo al otro.

Él contaba, orgulloso como un niño, que todo el mundo dice que el Golden Bridge es rojo, pero que su color oficial es el "naranjo internacional". Contaba que cuando estuvo allí, su mejor amigo, le dijo que leyó una vez que la estructura mantenía siempre su vivo color porque nunca dejaba de ser pintado. No bien los pintores llegaban al fin del puente, partían nuevamente por el inicio.

Esa idea lo conquistaba. Le encantaba pensar que esos pintores eran como Sísifo de la Ilíada, que tenía por castigo subir una pesada piedra por la colina, pero antes de que alcanzar la cima esta una y otra vez rodaba hacia abajo. Le encantaba pensar que esos pintores debían hacer esta labor por convicción más que por trabajo, debían estar comprometidos con la necesidad de anular la opacidad que va dibujando el viento helado del invierno y de batallar el descontrolado calor de la Costa Oeste que descascaraba el especial tono naranjo rojizo.

Como para ella la espumilla del chocolate caliente puede apaciguar un espíritu ansioso, hizo un termo de dulce calor para regalarle balance y calma el día que él descubrió  dos grandes verdades, algo tristísimo y algo maravilloso. Fue cuando supo que era mentira que el puente no dejaba nunca de colorearse, que acaso ha sido pintado una decena de veces en ochenta años de existencia. Su aliento perfumaba cacao cuando le contaba con ojos locos de entusiasmo que también descubrió que esos brazos de acero tenían un tatuaje exquisito: de lado a lado del puente, los metales que perforan el cielo tenían talladas las letras de un poema escrito por el ingeniero a cargo de la obra.

Como el enorme equipo que por años construyó el puente, ellos capa a capa armaron su hogar-cosmos. Los libros de ambos invadieron sus paredes, el colgador de llaves aceptó con dignidad su misión de morder llaveros, la entrada contó con una alfombra felpuda que acariciaba los zapatos de los amantes y de los visitantes. Un específico rincón del estante de la cocina iba acumulando torres de vasitos de shots de todas partes del mundo que Rafa y sus otros amigos iban trayendo de sus viajes.

Dicen que la gente no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Ellos no, eran realmente felices y lo sabían perfectamente. Las paredes de su hogar estaban confeccionadas para el disfrute y sus costumbres eran imperdibles rituales. Era parte del pacto nunca firmado que los fines de semana olían a pan tostado y sonaban a promesas de amor, que antes de dormir ambos leían entrelazando una pierna y que bajo ninguna circunstancia podrían dormirse con enojo. También sabían que era importante recibir a la otra persona cuando llegaba; ella se aproximaba a la puerta cuando escuchaba desde el ascensor el silbido que canturreaba “La Comparsita” u otro tango clásico y él iba a recibirla cuando la escuchaba al otro lado de la puerta, meneando la cartera para encontrar las llaves.

Ahora ve claramente. Desde la distancia es fácil ver las inconsistencias de la casa-cosmos, las filtraciones de esa historia que se contaban el uno al otro. La verdad es que había señales por todos lados. Ahora dimensiona que las finanzas de él iban demasiado bien, que la pieza cada noche se coloreaba de brillo azul de recurrentes mensajes y que sí era raro que a veces el olor a pan tostado se arrancaba al pasillo por la necesidad de abrir la puerta a extraños personajes que hablaban bajo, siempre por el espacito mínimo que deja abrir la cadena de seguridad.

No sabe cómo no razonó antes que su mejor amigo tenía rato sin venir y que las pesadillas nocturnas de su amor eran cada más frecuentes. No sabe cómo no le extrañó que él abriera y cerrara tanto la caja de seguridad. Incluso recuerda ahora que nunca miró, pero sí escuchó el sonido de muchas bolsitas plásticas.

Ahora su hogar entero es lo mismo que un cuadro vacío. Sin él no hay espumilla de chocolate caliente que pueda distender las angustias que se tensan en su frente, nada que pueda realmente disminuir sus ojeras. La última vez que lo visitó le llevó su torta favorita, pero él no probó bocado. Con las palabras arrastradas le contó el episodio que tuvo con el que llamaban "La Roca". Un día en la hora del ejercicio en el patio "La Roca" le preguntó: ¿sabes de qué color son tus barrotes? Él  se alejó y no le contestó, pero al terminar la hora fue a su celda discretamente apurado. Se equivocó. No eran gris, eran amarillo pálido, como de una mezcla de negro, amarillo y café. Cree en el fondo que nadie nunca las pintó, siempre fueron así, intensamente horrorosas, que parecen gris como todo el resto del mundo. Ella no recuerda bien cómo se despidió, si dejó la torta ahí o en el bus de vuelta.
No importaba mucho. Esa noche llegó departamento y no prendió las luces. No había absolutamente nada que ver en ese lugar.

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