sábado, 11 de junio de 2016

Olas de mar

Se trató de una fuerte sacudida. Luego de que la nave se hiciera añicos y aterrizara en esa playa de dimensiones infinitas, El Tercero descendió. No alcanzó a distinguir el cadáver de sus compañeros ni el suyo propio.
Las olas estallaban con suavidad y el día tocaba a su fin. Los colores anaranjados de la puesta de sol abrasaban paulatinamente el azul del cielo. A lo lejos, enfrentando el mar, se veía la hilera de un bosque cada vez más oscuro.
La nave había caído en el mar y para llegar a la arena, El Tercero tuvo que sortear unas olas que no lo mojaron. Al alcanzar la costa, vio a un hombre asando un pez en una frágil fogata.
—Acércate, Juan —dijo suavemente.
El Tercero se acercó.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Hiciste un buen trabajo al pilotear la Patmos.
Y entonces El Tercero se sentó en la arena junto al hombre. No se atrevió a preguntarle quién era; de algún modo, le resultaba conocido.
Una gran calma lo invadió y no decidió no hacer preguntas. El hombre le acercó el pescado y Juan comió en silencio mientras el otro lo miraba. El sol estaba por hundirse en las profundidades del océano.
—¿Cómo fue qué llegaste hasta aquí? —preguntó el hombre.
—Creo que tú lo sabes mejor que yo.
—¿Por qué emprendiste este viaje?
—No lo sé.
Se callaron por un rato. Juan miró cómo se escondía, por fin, el último rayo de luz entre las olas. Ahora el cielo parecía haberse sumido en una calma melancólica.
—¿Por qué me embarqué en esta misión? —preguntó Juan.
El hombre simplemente lo miró, pero no dijo nada.

jueves, 9 de junio de 2016

Tulipanes azules

                                                          
El cielo estaba atiborrado de esponjosas nubes que me hacían dudar si el sol estaba realmente ahí, tiñendo el ambiente de diferentes tonos de gris, generando una sensación de tedio, tristeza y porque no, soledad. Un típico día en Londres.
¡Ahí viene el gordo!- les grité a mis compañeros y escaparon antes de que siquiera terminara la frase. Cobardes.
Tomé mi cepillo para lustrar, el tarro de cera negra y me preparé para lustrar los zapatos del desagradable señor que siempre llegaba comiendo algo al local. Era repulsivo. Su poblado bigote canoso cubría su labio superior y detenía las gotas de sudor que invadían su cara aunque hiciera frío. Pero sin duda, lo peor era el olor. Despedía una ola de olor a cerveza, cigarros y grasa que parecía entrar por cada poro de mi cuerpo dejándome embriagado de su aroma a mugre. Pero lamentablemente, no podía darme el lujo de rechazar a un cliente.
Ese día, apareció con un cigarro en una mano y con una grasienta hamburguesa en la otra. Su peso causaba estragos en mi silla.
Apenas había terminado de sacar los restos de comida de los zapatos de mi cliente más limpio, el Big Ben marcó las 4 de la tarde; lo que significaba que solo tenía veinte minutos para llegar a la estación y decirle lo que había ensayado todo el día. Esta vez estoy seguro de que me atreveré. Pero ¿y si me rechaza? Quizás me falta algo para que mi plan resulte a la perfección, pero ¿qué?… ¡Por supuesto! a todas las mujeres les gustan las flores.
Me dirigí hacia el sur de la ciudad, a la florería más famosa de Inglaterra, cuyo dueño era mi amigo, donde sabía que no me podría equivocar. Pero al llegar, me di cuenta que había celebrado antes de tiempo y la suerte no estaba conmigo. De nuevo. La florería estaba cerrada. Me dirigí hacia el callejón y me senté sobre un basurero, derrotado. Entonces se me ocurrió. ¡El valle! ¡Cómo no lo había pensado antes!
Corrí con todas mis fuerzas por la calle para acortar camino. Esquivé autos y motos, y me escabullí entre dos autobuses rojos. Al llegar al valle, sabía que había tomado la decisión correcta, con esas preciosas flores que plasmaban el color de sus penetrantes ojos no me podría rechazar.
Feliz y orgulloso de mi valentía, le agradecí a las estrellas y planetas porque, después de todo, por fin parecían alinearse a mi favor. Busqué en los bolsillos de mi harapienta chaqueta de cotelé y para mi sorpresa encontré monedas que no sabía que tenía. Me subí a un taxi y me dirigí hacia la estación de trenes.

Nervioso, me baje a toda velocidad y me dirigí hacia la plataforma donde estaba el tren; de ninguna manera dejaría escapar mi ilusión. Ahí estaba ella, radiante como siempre, con el mismo abrigo rojo que llevaba el día en que la vi pasar por la calle donde trabajo por  primera vez. Hoy día le pondría fin a esos interminables días en los que solo podía extrañarla y añorar una relación con una mujer que ni siquiera sabía de mi existencia. Pero ¿por qué estaba arriba del tren? ¿Por qué estaba en el lado equivocado de la ventanilla? Se suponía que no saldría hasta en cinco minutos más. Entonces vi el antiguo reloj análogo de la estación.  Las manecillas señalaban las cuatro veinte. 

                                                                                                      Fernanda A.

miércoles, 8 de junio de 2016

Peludas patas

—¡Papá! ¡Hay una araña cerca del árbol!
Efectivamente, una araña descansaba al lado del árbol, apenas se movía y solo se podía comprobar que no estaba muerta cuando hacía el ademán de estirar una de sus peludas patas.
—Silencio— le dijo su padre mientras se acercaba sigilosamente a la ubicación señalada —no queremos que despierte ¿o sí?—.
El hombre y su hijo se acercaron despacio a la araña, parecía estar durmiendo profundamente.
—¿Has visto un espécimen parecido?— preguntó una joven uniéndose a la pareja. —Es diferente a todas las arañas que hemos visto antes—.
El hombre recogió un palo de entre las hojas desprendidas de los árboles del bosque, y comenzó cuidadosamente a tocarle las patas a la araña con él. El arácnido no se movía.
—¿Podrá ser?— dijo uno de los más ancianos del grupo.
—¿Qué es? ¡¡Cuéntanoslo!!— le dijo uno de los niños del grupo.
—Existe una leyenda que me contaron mis abuelos, la cual escucharon de las bocas de los suyos; una historia que ha sido contada por nuestros antepasados durante muchas generaciones— tomó aire, provocando una pausa en su relato; el silencio sepulcral del lugar mostraba el gran interés con el que el grupo escuchaba la historia — Se cuenta que existe una raza de araña que, al contrario de como suele ser su especie, es lenta, se mueve muy despacio y suele dormir todo el día. Esta es la razón por la que nunca nadie ha logrado ver la longitud de sus quelíceros.
Todos guardaron silencio. Los niños asustados abrazaban a los adultos mientras sus cuerpos tiritaban por culpa del miedo.
—Pero tranquilos, lo más probable es que nunca despierte, sólo lo hace tres veces en su vida, pero cuando lo hace, mejor no estar ahí para verlo.
El silencio había descendido en esa parte del bosque; el grupo miraba con terror a la araña, esperando que ésta no eligiera aquel día para despertar de su largo sueño.
Un ruido interrumpió el momento, el pánico se asomó en los ojos de todos. Se escuchaba como las ramas y hojas crujían bajo un centenar de peludas patas.
Cuando decidieron volver a la realidad y comenzaron a mirar alrededor suyo, ya era muy tarde. Un grupo de arañas gigantes los rodeaba. Bajaron la guardia, algo que los humanos no debían hacer nunca en un apocalipsis arácnido.




Y. Incussus

El reloj cucú

Detuvo su búsqueda por un momento para calmarse. Ya no podía más con los nervios. Su corazón palpitaba con vehemencia causándole un punzante dolor en el pecho. Una gota de sudor frío le corría por la cien. Miro a su alrededor.
A su izquierda su cama descansaba de lado, colchón y sabanas en el piso. Su espalda todavía gritaba las consecuencias de haberla levantado.
Sudor caliente le corrió por la mano, grandes gotas cosquilleaban las yemas de sus dedos. Se las miró. Sangre. Lo pedazos de ampolleta seguían sobre el suelo al lado de la lámpara, la cual había pasado a llevar en el frenesí que había sido la búsqueda.
Papeles, cuadernos y cajones adornaban la superficie a sus pies mientras la ropa que había volado del armario los cubría. Todo abierto, todo vacío. Nada
Recuperando el aliento salió de la habitación con la misma prisa de antes, y, mirando de un lado a otro comenzó a buscar en el resto de la casa. Abría y cerraba cajones solo para volverlos a abrir, pensando que tal vez había dejado de notar algo. Y, es que miraba con tal rapidez en cada lugar que no podía estar seguro de haber buscado bien.
Las horas pasaron y pronto toda la casa llegó a estar en el mismo deplorable estado que su habitación.
Con furia comenzó a botar todo mueble que todavía no había sido revisado, re chequeado y vuelto a revisar.
Sabía que lo había escondido en algún lugar de la casa, pero no podía recordar donde. ¿Sería que alguien más lo habría encontrado antes que él? Imposible.
A través de las cortinas vio que el sol ya se había escondido hace un par de horas y que ahora se encontraba en un oscuro living. Ahí bajo el amparo de la oscuridad se arrodilló desesperanzado.
El reloj cucú aviso las 12 y con ello anunció su sentencia. No lo había encontrado. Pronto llegarían para llevárselo.
Lloraba desconsoladamente cuando el pajarito de madera salió por tercera vez de su casita.

-¡El reloj!

viernes, 3 de junio de 2016

Ruido de avión

Poco a poco, el sol iba escondiéndose entre las montañas. El cielo tornaba sus colores azulados por rojos cada vez más intensos. La temperatura bajaba y el viento arreciaba, pero dentro de la cabina de su corpulento avión, él parecía estar a salvo. El aire presurizado le otorgaba cierta sensación de alivio, a pesar de la creciente velocidad que alcanzaba su máquina.
Los rotores trabajaban sin respiro alguno, incansablemente, como los de ese avión de cuatro alas que viera cuarenta y cinco años atrás, en la parcela en la que creció.
Tendría ocho años por aquel entonces y no sabía que existían las máquinas voladoras.
Recordaba con especial nitidez el ruido furioso de esa avioneta, las altas velocidades que alcanzaba, los colores del sol y del agua que cubrían el fuselaje, y el hecho de que podía ir incluso más alto que los cerros que cercaban la parcela.
En el acto, corrió hasta su casa para contarle de su descubrimiento al abuelo. El viejo esbozó una sonrisa y lo sentó en sus rodillas. Le alzó sus bracitos y jugó con él, haciéndole creer que era un avión. Más tarde lo llevaría a un museo, allá lejos en la ciudad, al ver el creciente interés de su nieto por los aviones, y le contaría que existían muchos tipos de máquinas voladoras, que el que había visto no era el único y que las personas podían manejarlos, no como se conduce a un caballo o a un buey, sino haciéndose uno con ese ingenio mecánico.
Para su corto entendimiento, esta revelación le supuso dejar a un lado su futuro en el campo; después de todo, no solo los chincoles o las mariposas podían volar: él también podría hacerlo alguna vez. Y desde ese día, supo que su destino estaba entre las nubes. Más tarde lo traduciría por una serie de palabras que resonaría con fuerza en su cabeza en los momentos de dificultad: piloto, aviador y otra que era más complicada: aeronauta.
Esa misma Navidad, por regalo recibió una tosca avioneta tallada en madera. El abuelo afirmó que había sido dejada por un viejo de barbas blancas y traje rojo como premio a su buen comportamiento, pero él no se engañaba; su abuelo siempre había sido un eximio artesano.
La avioneta lo acompañó por mucho tiempo. La llevaba al huerto y entre las matas de acelga simulaba una pista de aterrizaje en la que posaba cuidadosamente su juguete. Otras veces, durante las tardes de primavera, iba con su abuela al gallinero y traía consigo el avioncito para perseguir a los pollos antes de que apareciera el gallo.
La mujer —encorvada por setenta y seis largos años y una hija pródiga que no había retornado al hogar— dejaba que el chico persiguiera a los polluelos con su juguete; después de todo, no tenía la culpa de tener una mala madre con la que compartía un solo vínculo: una fotografía apolillada y nada más.
Recordó la de su hijo y sus ojos la buscaron inevitablemente junto a los controles de la cabina, el atardecer cada vez más profundo hacía que la luz fuera más escasa, y la imagen cada vez más imperceptible de apreciar, sin embargo, él la conoce de memoria.
Dos hombres abrazados sonríen orgullosos frente a una avioneta pequeña. Uno alto y robusto, el cabello perfectamente engominado y una amplia sonrisa que forma pequeñas arrugas alrededor de sus penetrantes ojos dándole un aire juguetón, pero sin embargo dejando entrever su edad, a su lado una versión más joven y delgada de él, casi lo alcanza en altura, la sonrisa es casi la misma, pero carece de las arrugas, aún es un niño. Padre e hijo. La última foto que se tomaron juntos luego de que su hijo piloteara por primera vez una avioneta. La excitación en el rostro de su hijo cuando logró controlar la máquina le recordó aquella vez que le obsequió el avión que su abuelo había tallado para él tantos años antes; era un trasto en comparación a sus otros juguetes, sin embargo, Tomás hizo de este su compañero de aventuras, y de su padre, su héroe. El que su hijo quisiera seguir sus pasos siempre lo había llenado de orgullo, aunque nunca lo expresara muy efusivamente, sin embargo, no había nada en ese instante que quisiera menos, le parecía horroroso que hubiera alguna posibilidad de que su hijo terminara como él.
El incesante zumbido del motor, le recordaba a los momentos posteriores a la fotografía cuando se habían despedido con un formal apretón de manos, y se había percatado lo rápido que había pasado el tiempo; aquella mano grande y algo tosca no se parecía en nada a la frágil mano que había sostenido hacía dieciséis años la primera vez que lo tuvo en sus brazos. Él, un hombre acostumbrado a manipular enormes máquinas, a sentir la adrenalina de alcanzar grandes alturas, jamás había experimentado aquel torbellino de emociones inexplicables con algo que parecía tan pequeño, sin embargo, llenaba su corazón como nunca nada ni nadie lo había logrado. La inocencia en su rostro, y sus pequeñas manitos alzándose como intentando alcanzar un mundo que aún le quedaba demasiado grande, lo hicieron prometer que siempre lo protegería. Un torbellino de emociones lo volvía a invadir, al mirar la fotografía ya apenas perceptible bajo la mortífera luz de aquel atardecer. Impotencia, miedo, rabia. Si tan solo pudiera advertirle, si pudiera hacerlo cambiar de parecer, nada servía ahora, era demasiado tarde para aquel fallido héroe.
Los gritos de los pasajeros lo devolvieron a la realidad. El avión caía irremisiblemente. Ya no había vuelta atrás; no volvería a ver a su hijo ni tampoco podría darle el abrazo que habría sellado el lazo que lo unía a él. El juguete de madera que descansaba en la repisa de su habitación ahora lo cubriría el polvo del olvido. Un cúmulo de pensamientos se apilaba en su desesperada cabeza. A su lado, el copiloto con la mirada perdida llamaba a la calma a los pasajeros. La tierra se acercaba cada vez más…

Memorias de Invierno

El cambio de temperatura al salir de la ajetreada casa le acarició suavemente la cara, librándolo de las tensiones. La luna se escondía entre espesas nubes grises que no dejaban ver las  estrellas.
A su espalda todavía se escuchaban las risas y gritos de los miembros de su familia que seguían a la mesa, borrachos de vino y alegría. Insoportables. Los niños yacían dormidos en los sillones, babeando el terciopelo y peleándose las mantas sin despertarse. El fuerte olor a muérdago y licor de huevo se mantenía tercamente en su ropa, sospechaba que pasarían un par de días hasta poder quitárselos. Perfecto.
Deslizó la silla por el escalón torpemente mientras su hermano cerraba la puerta, despidiéndose entre risas del resto de la familia. Incapaz de hacer dos tareas a la vez, su hermano había corrido el paragua dejando su pierna izquierda desprotegida. Supuso que le hubiese dado frío, si la sintiese.
Llegaron al antiguo escarabajo de su padre, y poniendo la silla paralela a la puerta esperó a que su hermano la abriera. Como siempre, lo levantó sin esfuerzo aparente y lo colocó en el asiento del copiloto.
Escuchó el golpe de la puerta trasera al ser cerrada por su fornido “asistente”. Su silla no se plegaba bien, por lo que había tenido dificultades para  guardarla en el baúl del destartalado auto. Se subió empapado, hoy se resfriara. El pensamiento lo alegró, alguna vez que sea él el enfermo. Nada más que una fantasía, estaba seguro, parecía inmune al frío, poseedor de una salud y vigor que solo existía para atormentarlo. A él, en su silla. Luego de decir algo a l,o que no prestó importancia,, prendió el auto.
Estaba oscuro. Las luces se prendieron penetrando en la espesa lluvia. Ahí, en la oscuridad de la noche, parecía como si solo estuviese lloviendo en ese delgado triangulo de luz que parecía extenderse hasta el infinito. Se quedó observándolo, anhelando que su vida, y su mundo pudiesen reducirse a algo tan simple. Sin dolores, sin necesitar la ayuda de nadie para nada, sin una familia que lo trataba con demasiado cuidado y cariño, recordándole de forma constante su condición. Si tan solo pudiese penetrar en la lluvia, en cada gota que caía con vehemencia y perderse en ella. Cumpliendo así, su único propósito. Comenzando y terminando su existencia en el rango del haz de luz. Un par de segundos.
No notó cuando el auto empezó a moverse, ni escucho el constante balbuceo de su hermano, el cual parecía volverse especialmente conversador al manejar. Lo único que existía era esa pequeña área de lluvia iluminada, que se convertía en copos de nieve.
Se sentía atraído, e  incluso aunque hubiese querido apartar la vista ya no estaba seguro de poder.
La nieve comenzaban ya a cubrir los muebles del jardín. A su lado, su señora disfrutaba su imperdible café matutino.
Respiró una bocanada de aire puro, e, interrumpiendo el silencio, le preguntó si le gustaría salir a dar un paseo en bicicleta.
-Estas loco? -Contestó desconcertada.- Debe haber cinco grados bajos cero, porque querrías salir con este frío?
-Y porque no? Contestó él sonriendo. La belleza del entorno lo tenía especialmente alegre,
Reacia, decidió acompañarlo. El parque que se extendía detrás de la casa,  recorría una suave pendiente. Se adentraron cada vez más en el bosque, siempre subiendo. El aire frío llenaba sus pulmones y lo motivaba a subir cada vez más. Su señora, ya hace un par de minutos, se había detenido a mitad de camino, esperando sentada en un árbol caído.
-no vayas muy lejos, deberíamos volver a la casa, no me quiero enfermar.
Ya arriba, le dedicó una corta mirada al paisaje y comenzó el descenso. Los copos de nieve golpeaban su cara, y el viento le hacía entrecerrar los ojos. Con los pies en los pedales,bajaba a toda velocidad por entre los árboles que, como las gotas, comenzaban y dejaban de existir, al pasar a su derecha e izquierda.
A mitad de camino, se cruzó un animal que no pudo distinguir, al esquivarlo perdió el control. La rueda trasera pasó sobre su cabeza y  ambos, hombre y bicicleta rodaron colina abajo. Lo que vino después no fue más que una mezcla de sensaciones y miedos. En la violencia del descenso sintió el contacto de la roca fría sobre su espalda baja.
Todo se oscureció.
Tres días después, despertó en el hospital. Desorientado vio a su hermano y a sus padres, pero, donde estaba ella?


-Despertó! – gritó su madre y todos se precipitaron al borde de su cama.
-qué pasó?- preguntó.
-No te preocupes, tienes que descansar- contestó su padre
- Dónde está Emilia?
- Todo está bien hijo, trata de dormir- dijo su madre tratando de convencerse a sí misma
- Dónde está mi esposa?! Gritó desesperado
Supo por la cara de desolación de su familia que algo no estaba bien
-Agustín- Dijo su padre.- Ha pasado algo terrible … tus piernas... Emilia se ha ido..

-Agustín.. – Agustín.. Agustín!
Qué?! Respondió sin saber quien lo llamaba. La voz de su hermano se mezclaba con el sonido del granizo contra el capó. Habían llegado.  
-Vas a quedarte ahí toda la noche? súbete a la silla y entremos a la casa.

miércoles, 1 de junio de 2016

Pensaba Escribir

Pensaba escribir. ¡Se los prometo, llegué aquí con la mejor de las intenciones! Además, hoy parecía ser un día especial. Aún puedo sentir la inspiración rasguñar mi córtex cerebral, intentando salir… Pero no puede. No puede gracias al maldito olor expelido por los tres malditos basureros que me rodean, ¡los odio!

Todo es culpa de Martín, ¡qué perfecto imbécil! Le dan autoridad por un día, (¡un mísero día!) y va liándole la vida a cada uno. Nadie se salva. Por otro lado, podría ser peor. Podría estar Martín aquí, conmigo. Podría sonar reggaetón, o haber algún diablillo enseñando química orgánica.
Mis dedos comienzan a entumecerse. Escribir se convierte en una tarea cada vez más difícil. Si Martín… Pero basta de rencores. Cada vez que despotrico en su contra, el Karma me castiga con una visita suya.

Pensándolo bien, este basural maloliente es un lugar casi poético. Es curioso, pero tiende a sacar los mejores pensamientos de uno. Podríamos decir casi que mi pequeño lugarcito, atiborrado de cajas de cartón, envases y papeles (algunos ornamentados con curiosos grabados de distintas tonalidades de café), hace aflorar los pensamientos en una cuasi-paradoja cognoscitiva: de alguna manera, si pienso elevadamente es sólo por lo sórdido del rincón. Sonrío brevemente: casi escribo “¡gracias, Martín!”, pero mi orgullo (mi querido viejo orgullo) me lo impide. Total, qué sentido tiene agradecerle si su participación es de pura causalidad… Mejor llamarle imbécil, y santa paz.

Creo que voy a parar aquí. Divagar no hace bien a nadie, y cuando escribo lo que pienso pueden pasar varias cosas:

a)    Alguien se enoja. Recuerdo cuando, en estas divagaciones curiosísimas, le dije a una amiga que su indumentaria carecía de estética. Enfrente de su pololo.
b)   Nadie entiende nada.
c)    No me concentro en nada particular por el resto de la semana. Por mucho que me encanta, tengo mucho que estudiar.
d)   Me da sueño.
e)    Doy sueño al resto

Conclusión: dejo de escribir ahora mismo. Tengo que estudiar física, y no voy a poder sin mi preciada y ya escasa concentración. Hasta luego. Te odio, Martín. Partí diciendo que no iba a escribir nada, y sin escribir nada, escribí TODO. Maldita rata.


Película

Luego de un rato, Martina abre lentamente los ojos…la película ya había terminado, y ella se había dormido durante toda la parte final, mientras el la abrazaba, acostados en su cama de cubrecama azul.
Uhm… ¿Por cuánto rato me dormí?
Bastante, cariño, te perdiste todo el final de la película
Pffff… es que no es una buena película, de hecho, es bastante mediocre
¿Mediocre, dices?
Sí…no me entretuvo nada
¿¡Nada?!
Nada de nada
¡Bah! No sé para qué me molesto en venir a tu casa, escoger una película, preparar toda una cita romántica y todas esas tonterías… ¡Sí al final odias todo lo que yo hago!
No es mi culpa que tengas tan mal gusto en películas, dulzura
¿Yo, mal gusto? ¡Tú eres la que se pasa viendo estupideces “profuuuundas” a las que no se les entiende nada!
¡Se llama cine arte! Inculto
Perdooooooneme, Señorita Cultura
¡Odioso!
¡Aburrida!
Eres un niño en cuerpo de hombre, ¡A veces no sé qué hago contigo!
Y tú una anciana amargada en el cuerpo de una joven ¡Es imposible divertirse contigo!
En este punto, Martina, quien ya había dejado de abrazar a Agustín, su novio, se levanta de un salto de la cama
¡Púdrete!
Después de ti
Se quedan mirando por unos segundos, en silencio…Agustín no quiere irse, y Martina no quiere echarle...finalmente, y sin mirarle a la cara, Martina se sienta de nuevo en la cama.
Pasan los minutos y ninguno dice nada, hasta que llega un beso para romper la tensión.
Luego de un rato de besos y caricias (de esos que te dejan sin poder pensar), que bien podría haber sido un instante o mil horas, Martina rompe el silencio.
Mmmmm…igual sólo hay que encontrar una película que nos guste a los 2
Es cierto…ahora, ven aquí, guapa
Agustín y Martina eran de esas parejas que siempre peleaban, pero al final, la mutua pasión siempre le ganaba a cualquier cosa que se encontrasen en su camino.

Tarea: Escribir sobre una pelea que parta en la cama

Alice Arthagon