Siempre que recuerdo mi niñez, pienso
en aquel verano cuando contaba con ocho o nueve años, a lo sumo, diez.
Fue en enero, en el
apogeo de una tarde calurosa, cuando mis primos y yo nos secábamos en grandes
toallas luego de un chapuzón en la piscina. Mis ojos se habían irritado por el
exceso de cloro y comíamos sándwiches de atún con jugo de naranja. Mi prima Margarita
estaba en el borde de la parte más profunda de la piscina con las piernas
sumergidas en el agua y sus hermanos me acompañaban en la mesa del patio. Los
rayos de sol llegaban en un ángulo oblicuo hasta nosotros y de poco nos servía
el quitasol.
Javier, mi hermano
menor, se había comido el último pedazo de su sándwich y lo bajaba con un sorbo
de jugo cuando, de pronto, Margarita pegó un grito que destempló a todos.
Nos acercamos a ver
qué le había pasado y descubrimos que a su lado había una enorme araña —la
cual, ante el peligro, se mantenía quieta sin la menor vacilación—, cosa poco usual en el hogar de mis primos; mi tía se
caracterizaba por mantener limpio todo rincón interior y exterior de su casa.
Margarita terminó por sumergirse, lloriqueando, en la piscina y chapoteó hasta
el otro extremo donde fue recibida por su madre y la mía, quienes se habían
acercado a ver qué pasaba.
Poco podrían ver,
porque los hombres habíamos formado un corro alrededor del arácnido. Mi primo
Francisco había cortado una ramita del cerezo y empujaba al animal suavemente,
queriendo sacarlo de su parálisis. La araña se movió apenas, con pesadez poco
usual en estos bichos. Fue Javier quien, finalmente, se percató de que no se
trataba de un arácnido común y corriente; su abdomen era bastante chato, algo
cuadrado, y sus patas eran muy largas incluso para una araña.
—Un opilión —dijo, mi tía asomándose entre Javier y
Francisco—. Viven en los jardines.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó mi mamá.
Mi tía se encogió de hombros y dijo:
—Cosas de la vida.
Mi prima se aferraba a mi madre con fuerza, estaba
nerviosa. Y aunque ya no sollozaba, tampoco se atrevía a ver al opilión.
Javier, al verla en ese estado, se levantó y con una servilleta lo recogió.
Margarita volvió a gritar y parecía querer treparse a los brazos de mi mamá. Mi
tía la recogió y le dijo a Javier que no le acercara el bicho.
Fue entonces cuando lo llevó hasta la casa.
Corrimos apelotonadamente hacia el dormitorio de
Francisco y Javier lo soltó en la alfombra. Mi primo todavía llevaba la ramita
y seguía empujándolo. Yo simplemente lo miraba; recuerdo sus patas largas y
llenas de estrías, pero, sobre todo, recuerdo su abdomen chato y cuadrado, con
ciertas rugosidades que no había visto antes en el jardín. Las patas delanteras
eran bastante pequeñas a diferencia de las otras, y parecía tener seis frente a
las ocho de los arácnidos; parecía la perfecta cruza entre un escarabajo y una
araña, el hijo bastardo de ambos animales.
Pero, de pronto, el opilión desapareció. Corrió
rápidamente hasta el librero y se escondió debajo, buscando refugio de la rama
de Francisco.
En ese momento, todos nos levantamos y comenzamos a
gritar. Mi tía y mi mamá llegaron rápidamente preguntando qué diablos sucedía.
Atropelladamente, Javier les contó que el bicho se
había escondido debajo del mueble. Mi tía soltó un suspiro impaciente y con
decisión corrió el librero. El opilión, al verse descubierto, enfiló rápidamente
a la cama de Francisco, pero mi tía le asestó un pisotón antes de que pudiera
llegar y, con un crujido, dejó de existir.
En el acto, la reducida habitación se colmó de un
aroma floral. Parecía que las flores del jardín hubieran sido puestas todas al mismo
tiempo en la cama, en el librero, en el escritorio y en el suelo del cuarto. El
aroma de las margaritas, de las rosas, de los tulipanes y de todas las flores del
jardín, parecieron mezclarse en uno solo y desperdigarse por todas partes,
alcanzando los pasillos y los dormitorios contiguos.
Mi primo y mi hermano, mi tía y mi mamá, todos, nos
sorprendimos del secreto que escondía el animal. La huella que había dejado el
opilión, si bien era repugnante, había sido desplazada por este descubrimiento.
Y esa noche, antes de que nos subiéramos al auto, la fragancia a opilión
todavía colmaba la casa de mis primos.
Desde entonces, cuando los visitaba durante las tardes
estivales, siempre buscaba entre las plantas algún opilión con el que repetir
la experiencia, pero nunca logré encontrar uno nuevo. Buscaba entre las
buganvilias que se alzaban en la terraza, entre las matas de helechos y entre
las raíces del viejo parrón, pero los opiliones, si es que realmente habían,
nunca aparecieron.
Mis primos fueron creciendo y poco a poco nos fuimos
distanciando. Las tardes veraniegas se hicieron cada vez menos usuales hasta el
punto en el que hubo veranos en el que no nos reuníamos. Mi madre y mi tía,
aunque se seguían hablando, tampoco encontraban ocasión para juntarse y las
pocas ocasiones en las que volví a ver a mis primos fueron gracias a ellas,
pero no por obra nuestra. Cabe decir que, en todo ese tiempo, mi tía se había
divorciado y pocos meses después le contaba por teléfono a mi madre que se
casaba. Pero no nos invitó a la boda.
La última vez que vi a Francisco y a Margarita yo
tendría unos dieciséis o diecisiete años.
De aquella ocasión, recuerdo especialmente a mi prima.
Había crecido muchísimo y la anterior niñita que antes se asustara con los
opiliones, en ese momento apareció como una joven muchacha de bellos ojos
azules que me miró de pies a cabeza, como diciendo para sus adentros qué mayor
estaba yo, aunque no sonreía como antes. Solo sus ojos profundos e inquisitivos
parecían vivir en ese rostro presto a apagarse. Detrás suyo, su padrastro
parecía mirarnos con curiosidad, pero la miraba más a ella que a mí.
Después de esa ocasión, no volvimos a vernos por un
buen tiempo. No podría decir cuántos años exactamente, pero el asunto de los
opiliones había quedado atrás.
Me gradué de la universidad y había comenzado a
trabajar vendiendo seguros. Me levantaba a las seis de la mañana todos los días
y me iba a las ocho de la tarde de la oficina; mis veranos se habían reducido a
dos semanas y en esos días simplemente no me levantaba de la cama.
Eventualmente me casé y formé una familia. Tuve tres hijos y ya esperábamos el
cuarto cuando una tarde, previo a irme del trabajo, me encontré con mi prima.
No la pude saludar y no creo que me haya visto. Vestía
un sobretodo gris que se ceñía muy mal en su cuerpo rollizo. Cargaba con varias
bolsas y estaba pendiente de varios niños que revoloteaban a su alrededor.
Aunque se la veía preocupada por ellos, tampoco mostraba un interés enorme por
sus chicos; estaba más nerviosa por los paquetes que se amontonaban en sus
manos, como si temiera romper algo.
Pero no la seguí mirando, porque en eso, el bus llegó,
repleto de pasajeros, y no tuve más opción que subir.
Cuando llegué a mi casa, mi mujer me esperaba con una sonrisa.
Desde que supo que iba a ser madre de su primera niñita, estaba más feliz que
en sus embarazos anteriores. Y, si bien quería mucho a sus tres hijos varones,
su mayor deseo había sido tener una mujercita. Había incluso decidido su nombre
sin consultármelo, pero no me molestó; no tiendo a enojarme por esas minucias.
Esa noche, luego de la comida, me encontraba en la
sala de estar leyendo el diario vespertino. Mi segundo hijo jugaba en la
terraza, aprovechando la noche estival, con unos autitos. Había formado una
pequeña autopista con bloques que simulaban ser casas. Los transeúntes eran
soldaditos de plástico y la calzada y la vereda estaban separadas por otros
bloques más pequeños.
Estaba enfrascado en su simulación de una ciudad
cuando, de pronto, soltó un grito enorme. Como impulsado por un resorte, me
levanté del sillón. Mi mujer se había acostado y dormía profundamente, por lo
que no acudiría en su rescate.
Vi a mi hijo acuclillado dándome la espalda, mirando
fijamente algo que había encontrado.
—¿Qué es esto, papá? —me preguntó extrañado. Al
parecer, la curiosidad había sucedido rápidamente al primer espanto.
Se me apretó el corazón…. ¿podría ser?
De una zancada llegué hasta mi hijo y me agaché junto
a él.
Frente a nosotros, había un opilión.
—Eso no es una araña común, papá —. Para sus ocho
años, era muy perspicaz.
—No, no lo es.
Con un soldadito, comenzó a picotear al opilión.
—¿Por qué no se mueve?
No supe qué contestar. Mientras tanto, el seguía
fastidiando al bichito con la pequeña bayoneta del soldadito, pero el opilión
seguía impertérrito en su sitio.
Acudió a mi mente el recuerdo de ese único verano en
el que había visto por primera vez a los opiliones. Recordé la penetrante
fragancia de las flores y lo mucho que se había esparcido por todas partes y lo
mucho que había permanecido.
Un único pensamiento colmaba mi mente.
Aplástalo.
Me levanté tan rápido que me llegué a marear. Mi hijo
se asustó y se corrió a un lado. Me miró a mí y luego al opilión.
Levanté considerablemente el pie sobre el bicharraco.
—¡No, papá! ¡No, por favor! —comenzó a sollozar mi
hijo.
Me detuve, todavía con el pie levantado.
—¡Por favor, no lo hagas! —me rogó.
Pero el olor a verano era más fuerte.
—¡Por favor, papá! —insistió con lágrimas cayendo de
sus mejillas.
Dudé por un instante y bajé el pie.
El opilión fue a esconderse entre unas matas de
helechos, a un costado de las margaritas que había plantado mi mujer días
atrás.
Mi hijo se acercó lentamente y me rodeó con sus cortos
brazos.
—Gracias —me dijo con un hilo de voz.
Recogió sus juguetes y entró en la casa, respirando
entrecortadamente.
Me quedé solo en la terraza. Se podía escuchar el
ruido de una piscina vecina y la algarabía de unos chicos que chapoteaban a lo
lejos. Se había hecho tarde y me asaltó un sueño profundo. Recordé en ese
momento a mi prima y pensé en ella, ¿con quién se había casado? Habían pasado
muchos años desde la última vez que crucé palabras con ella. Quizá ni siquiera
recordara el asunto del opilión. Ahora ella había formado su propia vida, tenía
hijos y un marido.
Quizá se riera de mi ingenuidad al recordar el olor que
desprendían los opiliones al morir.