lunes, 30 de mayo de 2016

Olor a verano

Siempre que recuerdo mi niñez, pienso en aquel verano cuando contaba con ocho o nueve años, a lo sumo, diez.
Fue en enero, en el apogeo de una tarde calurosa, cuando mis primos y yo nos secábamos en grandes toallas luego de un chapuzón en la piscina. Mis ojos se habían irritado por el exceso de cloro y comíamos sándwiches de atún con jugo de naranja. Mi prima Margarita estaba en el borde de la parte más profunda de la piscina con las piernas sumergidas en el agua y sus hermanos me acompañaban en la mesa del patio. Los rayos de sol llegaban en un ángulo oblicuo hasta nosotros y de poco nos servía el quitasol.
Javier, mi hermano menor, se había comido el último pedazo de su sándwich y lo bajaba con un sorbo de jugo cuando, de pronto, Margarita pegó un grito que destempló a todos.
Nos acercamos a ver qué le había pasado y descubrimos que a su lado había una enorme araña —la cual, ante el peligro, se mantenía quieta sin la menor vacilación, cosa poco usual en el hogar de mis primos; mi tía se caracterizaba por mantener limpio todo rincón interior y exterior de su casa. Margarita terminó por sumergirse, lloriqueando, en la piscina y chapoteó hasta el otro extremo donde fue recibida por su madre y la mía, quienes se habían acercado a ver qué pasaba.
Poco podrían ver, porque los hombres habíamos formado un corro alrededor del arácnido. Mi primo Francisco había cortado una ramita del cerezo y empujaba al animal suavemente, queriendo sacarlo de su parálisis. La araña se movió apenas, con pesadez poco usual en estos bichos. Fue Javier quien, finalmente, se percató de que no se trataba de un arácnido común y corriente; su abdomen era bastante chato, algo cuadrado, y sus patas eran muy largas incluso para una araña.
—Un opilión —dijo, mi tía asomándose entre Javier y Francisco—. Viven en los jardines.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó mi mamá.
Mi tía se encogió de hombros y dijo:
—Cosas de la vida.
Mi prima se aferraba a mi madre con fuerza, estaba nerviosa. Y aunque ya no sollozaba, tampoco se atrevía a ver al opilión. Javier, al verla en ese estado, se levantó y con una servilleta lo recogió. Margarita volvió a gritar y parecía querer treparse a los brazos de mi mamá. Mi tía la recogió y le dijo a Javier que no le acercara el bicho.
Fue entonces cuando lo llevó hasta la casa.
Corrimos apelotonadamente hacia el dormitorio de Francisco y Javier lo soltó en la alfombra. Mi primo todavía llevaba la ramita y seguía empujándolo. Yo simplemente lo miraba; recuerdo sus patas largas y llenas de estrías, pero, sobre todo, recuerdo su abdomen chato y cuadrado, con ciertas rugosidades que no había visto antes en el jardín. Las patas delanteras eran bastante pequeñas a diferencia de las otras, y parecía tener seis frente a las ocho de los arácnidos; parecía la perfecta cruza entre un escarabajo y una araña, el hijo bastardo de ambos animales.
Pero, de pronto, el opilión desapareció. Corrió rápidamente hasta el librero y se escondió debajo, buscando refugio de la rama de Francisco.
En ese momento, todos nos levantamos y comenzamos a gritar. Mi tía y mi mamá llegaron rápidamente preguntando qué diablos sucedía.
Atropelladamente, Javier les contó que el bicho se había escondido debajo del mueble. Mi tía soltó un suspiro impaciente y con decisión corrió el librero. El opilión, al verse descubierto, enfiló rápidamente a la cama de Francisco, pero mi tía le asestó un pisotón antes de que pudiera llegar y, con un crujido, dejó de existir.
En el acto, la reducida habitación se colmó de un aroma floral. Parecía que las flores del jardín hubieran sido puestas todas al mismo tiempo en la cama, en el librero, en el escritorio y en el suelo del cuarto. El aroma de las margaritas, de las rosas, de los tulipanes y de todas las flores del jardín, parecieron mezclarse en uno solo y desperdigarse por todas partes, alcanzando los pasillos y los dormitorios contiguos.
Mi primo y mi hermano, mi tía y mi mamá, todos, nos sorprendimos del secreto que escondía el animal. La huella que había dejado el opilión, si bien era repugnante, había sido desplazada por este descubrimiento. Y esa noche, antes de que nos subiéramos al auto, la fragancia a opilión todavía colmaba la casa de mis primos.
Desde entonces, cuando los visitaba durante las tardes estivales, siempre buscaba entre las plantas algún opilión con el que repetir la experiencia, pero nunca logré encontrar uno nuevo. Buscaba entre las buganvilias que se alzaban en la terraza, entre las matas de helechos y entre las raíces del viejo parrón, pero los opiliones, si es que realmente habían, nunca aparecieron.
Mis primos fueron creciendo y poco a poco nos fuimos distanciando. Las tardes veraniegas se hicieron cada vez menos usuales hasta el punto en el que hubo veranos en el que no nos reuníamos. Mi madre y mi tía, aunque se seguían hablando, tampoco encontraban ocasión para juntarse y las pocas ocasiones en las que volví a ver a mis primos fueron gracias a ellas, pero no por obra nuestra. Cabe decir que, en todo ese tiempo, mi tía se había divorciado y pocos meses después le contaba por teléfono a mi madre que se casaba. Pero no nos invitó a la boda.
La última vez que vi a Francisco y a Margarita yo tendría unos dieciséis o diecisiete años.
De aquella ocasión, recuerdo especialmente a mi prima. Había crecido muchísimo y la anterior niñita que antes se asustara con los opiliones, en ese momento apareció como una joven muchacha de bellos ojos azules que me miró de pies a cabeza, como diciendo para sus adentros qué mayor estaba yo, aunque no sonreía como antes. Solo sus ojos profundos e inquisitivos parecían vivir en ese rostro presto a apagarse. Detrás suyo, su padrastro parecía mirarnos con curiosidad, pero la miraba más a ella que a mí.
Después de esa ocasión, no volvimos a vernos por un buen tiempo. No podría decir cuántos años exactamente, pero el asunto de los opiliones había quedado atrás.
Me gradué de la universidad y había comenzado a trabajar vendiendo seguros. Me levantaba a las seis de la mañana todos los días y me iba a las ocho de la tarde de la oficina; mis veranos se habían reducido a dos semanas y en esos días simplemente no me levantaba de la cama. Eventualmente me casé y formé una familia. Tuve tres hijos y ya esperábamos el cuarto cuando una tarde, previo a irme del trabajo, me encontré con mi prima.
No la pude saludar y no creo que me haya visto. Vestía un sobretodo gris que se ceñía muy mal en su cuerpo rollizo. Cargaba con varias bolsas y estaba pendiente de varios niños que revoloteaban a su alrededor. Aunque se la veía preocupada por ellos, tampoco mostraba un interés enorme por sus chicos; estaba más nerviosa por los paquetes que se amontonaban en sus manos, como si temiera romper algo.
Pero no la seguí mirando, porque en eso, el bus llegó, repleto de pasajeros, y no tuve más opción que subir.
Cuando llegué a mi casa, mi mujer me esperaba con una sonrisa. Desde que supo que iba a ser madre de su primera niñita, estaba más feliz que en sus embarazos anteriores. Y, si bien quería mucho a sus tres hijos varones, su mayor deseo había sido tener una mujercita. Había incluso decidido su nombre sin consultármelo, pero no me molestó; no tiendo a enojarme por esas minucias.
Esa noche, luego de la comida, me encontraba en la sala de estar leyendo el diario vespertino. Mi segundo hijo jugaba en la terraza, aprovechando la noche estival, con unos autitos. Había formado una pequeña autopista con bloques que simulaban ser casas. Los transeúntes eran soldaditos de plástico y la calzada y la vereda estaban separadas por otros bloques más pequeños.
Estaba enfrascado en su simulación de una ciudad cuando, de pronto, soltó un grito enorme. Como impulsado por un resorte, me levanté del sillón. Mi mujer se había acostado y dormía profundamente, por lo que no acudiría en su rescate.
Vi a mi hijo acuclillado dándome la espalda, mirando fijamente algo que había encontrado.
—¿Qué es esto, papá? —me preguntó extrañado. Al parecer, la curiosidad había sucedido rápidamente al primer espanto.
Se me apretó el corazón…. ¿podría ser?
De una zancada llegué hasta mi hijo y me agaché junto a él.
Frente a nosotros, había un opilión.
—Eso no es una araña común, papá —. Para sus ocho años, era muy perspicaz.
—No, no lo es.
Con un soldadito, comenzó a picotear al opilión.
—¿Por qué no se mueve?
No supe qué contestar. Mientras tanto, el seguía fastidiando al bichito con la pequeña bayoneta del soldadito, pero el opilión seguía impertérrito en su sitio.
Acudió a mi mente el recuerdo de ese único verano en el que había visto por primera vez a los opiliones. Recordé la penetrante fragancia de las flores y lo mucho que se había esparcido por todas partes y lo mucho que había permanecido.
Un único pensamiento colmaba mi mente.
Aplástalo.
Me levanté tan rápido que me llegué a marear. Mi hijo se asustó y se corrió a un lado. Me miró a mí y luego al opilión.
Levanté considerablemente el pie sobre el bicharraco.
—¡No, papá! ¡No, por favor! —comenzó a sollozar mi hijo.
Me detuve, todavía con el pie levantado.
—¡Por favor, no lo hagas! —me rogó.
Pero el olor a verano era más fuerte.
—¡Por favor, papá! —insistió con lágrimas cayendo de sus mejillas.
Dudé por un instante y bajé el pie.
El opilión fue a esconderse entre unas matas de helechos, a un costado de las margaritas que había plantado mi mujer días atrás.
Mi hijo se acercó lentamente y me rodeó con sus cortos brazos.
—Gracias —me dijo con un hilo de voz.
Recogió sus juguetes y entró en la casa, respirando entrecortadamente.
Me quedé solo en la terraza. Se podía escuchar el ruido de una piscina vecina y la algarabía de unos chicos que chapoteaban a lo lejos. Se había hecho tarde y me asaltó un sueño profundo. Recordé en ese momento a mi prima y pensé en ella, ¿con quién se había casado? Habían pasado muchos años desde la última vez que crucé palabras con ella. Quizá ni siquiera recordara el asunto del opilión. Ahora ella había formado su propia vida, tenía hijos y un marido.
Quizá se riera de mi ingenuidad al recordar el olor que desprendían los opiliones al morir.

domingo, 29 de mayo de 2016

Un día más



Despertó, como todas las mañanas de los últimos meses con el ruido de los primeros camiones que pasaban por su puente. Iban a la construcción del más reciente centro de oficinas financieras en construcción.
El polvo caía por entre las conexiones del concreto; “Los construyen con espacios porque el cemento se agranda con el calor” le dijo alguna vez un amigo. Uno de muchos que había tenido a lo largo de los años, uno de muchos que no sobrevivió el invierno del 98. La idea le parecía absurda, como era posible que algo tan duro como el cemento se agrandara con el calor. Ridículo.
Vivía desde hace años bajo el mismo puente y jamás había notado ningún cambio, ni en los más calurosos de los días.
Se quedó unos minutos acostado, mirando hacia arriba (por entre los hoyos y uniones de su carpa de harapos) como el polvo que caía de los camiones transportando tierra tomaba un color amarillento y rojizo a la luz del amanecer. Toneladas pasando por sobre su cabeza. Una mañana más, otro día más. 
De una sacudida se levantó y salió de su pequeña guarida. El aire tenía un sabor especial  esa mañana,  como limpio y dulce, algo que no creía posible en el pequeño gueto en el que vivía, allí debajo del puente. El sol se reflejaba en el río como en un espejo y la luz lo encandiló.
Miró alrededor y noto que ya habían prendido el primer fuego de la mañana. Un tambor de basura cortado a lo largo y sostenido de forma horizontal sobre cuatro piedras calentaba un hombre que había decidido levantarse temprano. O tal vez no podía dormir.
La pared lateral de lo que alguna vez fue un carro de supermercado descansaba sobre el tambor,  y sobre ella, una antigua tetera de aluminio y dos panes tomaban temperatura.
Su estómago rugió.
Haciendo caso a lo que su cuerpo le pedía, se sentó al lado de su vecino y compañero de comidas. En silencio acercó su tazón y el hombre le sirvió un aguado té hecho con una bolsa usada desde hace ya 3 días. Recordó las conversaciones matutinas que tenían antes que la sobredosis que casi se lleva a su compañero. Después de ese accidente nunca más pudo decir otra cosa que un par palabras. Una asistente social alguna vez le explicó que tenía que ver con su cerebro, no había quedado bien de la cabeza.
Con una sonrisa, y justo antes de tomar su desayuno, le puso la mano sobre el hombro dándole una pequeña sacudida. Un bien recibido y necesitado gesto de cariño, el balbuceo que vino como respuesta parecía indicar una reciprocidad de sentimientos.
Con su tazón en una mano, y su pan en la otra se dispuso a desayunar. Luego del primer sorbo noto una figura que merodeaba en su visión periférica. El más nuevo de todos, un niño de doce años, delgado hasta los huesos y con dos ojos azules que, si se les quedaba mirando por mucho tiempo, daban la sensación de ahogarse en un mar de tristeza. Su madre había muerto hace ya dos meses y su padre los había abandonado hace años. Con ningún familiar que lo quisiera y ya en la pobreza, no había pasado mucho tiempo hasta que terminó debajo del puente. Todos lo hacían.
Le indicó que se sentase alrededor del fuego, y cortando su ración por la mitad se la entregó.
“Tienes que aprender mendigar sino, te vas a morir de hambre” le dijo mientras el niño lo miraba con ojos llenos de agradecimiento.
Termino lo poco de pan que le quedaba y continuó su rutina. Se sumergió en el rio y trató de limpiarse lo mejor que pudo, sin jabón y en un rio de agua turbia.
Secó sus ropas y luego de ordenar sus pertenencias y esconder cualquier cosa que tuviese algún valor subió por el costado del puente. Como todas las mañanas se dio vuelta para observar el montón de carpas de tela, carros de supermercado y personas sin techo. La ciudad de tela. Un mundo debajo de un puente.
Dando media vuelta se dirigió a la ciudad.
Un día como cualquier otro.
Casi llegando a la intersección en la que usualmente pedía dinero por las mañanas y luego de ayudar a una anciana a cruzar la calle, tomó su usual desvío a “Le Rivage”. El café con vista al parque tenía una amplia terraza donde estaba ella, en su uniforme negro con delantal blanco. Ordenando las mesas y sillas. Su belleza resplandecía por entre una melena de pelo negro y liso, y dos esmeraldas resaltaban por entre la larga chasquilla.
Y, como todas las mañanas, le ofreció su ayuda. Y como todas las mañanas se volvió a enamorar de esa sonrisa, de una risa que hacía que le doliera el pecho de solo recordarla.
Era ella quien lo mantenía vivo; el pan de la mañana, la manta extra en invierno, la sopa en el refugio, todo esto no eran más que complementos. Lo que realmente hacía que se levantara cada día era el ordenar sillas en la mañana y guardarlas en la tarde. 40 minutos diarios del más sublime placer. Sabía que nunca iba a pasar nada más que eso. No importaba, era suficiente.  
Habiendo terminado la esperada actividad matutina recibió su usual café y sándwich que su amor le preparaba cada vez que la ayudaba, y se puso en camino a su siguiente parada.

El Kiosko  de periódicos del señor Gambino seguía estando en la misma esquina luego de ya casi 40 años. Luego de ayudarlo a mover los estantes de periódicos, y ordenar las más nuevas ediciones de las revistas de chismes de celebridades, se sentaron en el banco de enfrente para la práctica de lectura. El señor Gambino le había ensañado a leer, y todos los días practican un poco, leyendo alguno que otro libro o el periódico.
El mundo alrededor comenzaba a despertar mientras un mendigo sentado al lado de un anciano, ambos de piernas cruzadas, café y periódico en mano conversaban por la mañana. 
El parque enmarcaba la escena mientras se reían de los cuentos que el señor Gambino le contaba, sobre las últimas locuras de su nieto tratando de conquistar mujeres.

Siendo ya las 8 am era hora de aprovechar el tráfico de los oficinistas. Caminaba entre los autos recibiendo una que otra moneda. Agradeciendo siempre con una sonrisa y algún comentario agradable, sobre las corbatas, las blusas, o simplemente deseando suerte en el trabajo, cambiando así, y como por arte de magia, el ánimo de personas estresadas, que solo pensaban en el siguiente informe, tal o cual cliente, siempre al teléfono, siempre apurados.
Los campanazos de la catedral marcaron las doce. Hora de almorzar.
En la mañana, mientras ordenaban las sillas con ella, lo había invitado a almorzar, tenía el turno libre y quería decirle algo.
Con el ajetreo de la mañana se había olvidado y las campanas le habían recordado de golpe. De pronto el pecho le palpitaba con fuerza y su boca se secó. Con una tormenta de sentimientos comenzó a fantasear sobre qué tendría que decirle. Que siempre lo quiso, que quería que viviera con ella, que…
Se sacudió a sí mismo. No le hacía bien armarse esperanzas de cosas que jamás podían pasar.
Tratando de distraerse comenzó a observar a sus conciudadanos, un niño comprando un helado, la mayor felicidad rebosando en su mirada mientras apreciaba su tesoro, una joven pareja esperando un hijo, el abrazo de dos amigos encontrándose en la calle, todas pequeñas dosis de alegría para un hombre que tenía su corazón en el corazón de todos los demás.

Se sorprendió al darse cuenta que ya había llegado al café. Como siempre que iba y ella no estaba tuvo que esperar afuera; “inquietas a los clientes” le decían, y el entendía, alguna vez había sido uno de esos clientes que daban miradas nerviosas a los mendigos.
A los pocos minutos, la dueña de sus pensamientos apareció en la acera contraria. Sonriendo y saludando cruzó apresuradamente. Bajo el brazo tenía un paquete, perfectamente empacado, un regalo. Un calor repentino le invadió el pecho, no alcanzó a levantar la mano para saludar.

El bus apareció como de la nada…


jueves, 19 de mayo de 2016

El Mendigo de Cerro Alegre

Aaaaagh, por la cresta, no escuché el despertador y ahora voy tarde a la u, no he comio nada, tengo hambre, y más encima no tengo plata pal pasaje
Se quejaba una joven, mientras pasaba por la esquina del llamado “mendigo alegre” de Cerro Alegre, un hombre de unos 40 años, que siempre daba todo lo que tenía para hacer felices a otros.
Tome mija, acá tiene una marraqueta con mantequilla y algo de plata pa su pasaje…no es mucho, pero es todo lo que pude sacar ayer
Oh, wena loco, que tela… ¡Gracias!
Bueno…de nada mija, la propiedad debe de ser de todos, el compartir los bienes es la mejor forma de subsistir
… ¿Ah?
Bueno mija…es que muchos teniendo todo, y otros no teniendo nada…. No sé, somos todos humanos, ¡Deberíamos compartir! Yo lo poco que tengo lo doy, porque así se es más feliz
Hablai como un hippie comunista wn
¿Y eso que tiene de malo? A mí me parece lo mejor para cuidar nuestro mundo y a nosotros mismos
Ay, pero que enfermo wn, ¡Esas ideas no llevan a nada! Comunista mugriento nomás…mejor me voy
Y luego de esto la joven, como la mayoría de los que pasan por la esquina del mendigo alegre, se retira indignada, con la marraqueta y el poco dinero del hombre.
¡Nada mejor que partir la mañana con una buena acción! Hoy será un buen día
Dice nuestro querido pobretón, sin cambiar su alegre ademán por la actitud displicente de la joven.
En realidad, desde que este hombre (del que poco se sabía) había terminado en la calle, su actitud siempre había sido la misma, hacer felices a otros era el centro de su vida, su mundo, su razón de existir… sin importar cuantas veces le gritaran, escupieran, rechazaran o tratasen mal.
El tiempo continúa su camino, y más tarde, un hombre de unos 35 años pasa por ahí, también con cara de problemas, al borde de las lágrimas, murmurando algo sobre la muerte de su madre y la pérdida de su trabajo
Joven- dice nuestro mendigo- la vida va y viene, es el ciclo natural…trabajos hay muchos y encontrara otro pronto, no se desanime
Después de esto, el hombre se desahoga con el mendigo, contándole todo lo que ha pasado últimamente, mientras nuestro entrañable personaje lo escuchaba atentamente y le entregaba amables consejos y atentas frases para darle ánimo.
Vaya…gracias, sus palabras me sirven mucho… ¿Hay algo que pueda hacer para devolverle el favor?
Bueno Joven…la verdad, yo sólo busco al amor, lo demás en esta vida no importa
Ah, ¿En serio? Es que conozco un par de minas que piensan así…de más que con una arregladita….
Oh, no no no, joven, no me malinterprete…las mujeres no son lo mío
… ¿Eres gay?
Si pue, joven, pero yo creo que en la realidad eso no importa mucho
Ugh…los gays me dan asco, más encima tienen el descaro de plantearlo como algo…” normal” ¡Qué horror! Yo mejor me voy, es que ya ni tolero mirarle
El hombre se da la vuelta y sigue su camino, sin mirar ni una sola vez hacia atrás hacia aquél pobre hombre que había dedicado todo ese tiempo en ayudarle a él, un desconocido.
A este peculiar personaje no le importa, él siempre es feliz, alegre…es como si viviera en su mundo, en una nube sin preocupaciones, en las que ver a otros sonreír es lo único que pareciera traspasarla, dejando al resto de la realidad como cubierta por una neblina que le impide verla.
Así pasa los días este mendigo, ayudando a todos los que caminan por su esquina, sin importarle el que no recibe nada a cambio, y que, en la realidad, nadie se acuerda realmente de él a menos que sea para burlarse.
Una mañana de sábado, cuando nuestro hombre se levanta a comprar el pan para su desayuno, un grupo de chicos y chicas, de no más de 20 años, que salían borrachos de una fiesta en un auto, atropellan a nuestro personaje…y esto nos lleva a creer que es el final.
Sin embargo, días más tarde, nuestro mendigo favorito despierta, aunque ha perdido las piernas.
Bueno, ¡No importa! Sin piernas, sin brazos, como sea, ¡Siempre podré ver a otros sonreír! La vida está hecha para ser feliz
Nuestro mendigo canta, sonríe, y no pareciera verse afectado por lo que acaba de ocurrir… mientras todo esto ocurre, se puede ver al médico y a la enfermera mirarle con lástima y pena, mientras el primero comenta….
Pobre hombre, nació con una malformación en el cerebro, que le impide sentir cualquier otra emoción que no sean felicidad y amor…. es el raro caso de Apseusmanía…eso es lo que hay detrás de la conocida figura del “mendigo alegre”.

Alice Arthagon

martes, 17 de mayo de 2016

Naranjo nostalgia

                                                   

Todos los días a la misma hora, Amelia se encontraba sentada en uno de los bancos del parque que da hacia el oeste. Disfrutaba, sin excepción, el ver como el cielo, dominado por el celeste, la mayoría de los días de verano, se teñía ahora de diferentes tonos de naranjo, rojo y amarillo.

. . .

Amelia y Gaspar se conocieron en agosto de 1940. Él era tres años mayor que ella; lo que para Amelia, como repetía entre risas cada vez que tenía la oportunidad, no era suficiente para que estuvieran al mismo nivel de madurez.  La altura, delgadez y las largas piernas de Gaspar justificaban el sobrenombre que ella le puso el primer día que lo conoció: Zancudo; lo que también se ajustaba a su personalidad  ya que nunca se quedaba en un mismo lugar por mucho tiempo. Gaspar desbordaba alegría y unas ganas de vivir que contagiaban hasta el alma más triste. Amelia en cambio, era una mujer más seria, con facciones toscas pero cara delgada y siempre usaba unos gruesos anteojos que se deslizaban hasta la punta de su nariz, haciendo que su semblante se viera aún más intrigante.
Ambos sintieron una atracción por el otro en el minuto en que se vieron por primera vez.  Lo que a uno le faltaba, al otro le sobraba, se complementaban hasta el punto que  se convirtieron en una pareja inseparable. Uno no funcionaba sin el otro.
Sólo hicieron falta seis meses para que decidieran estar juntos para siempre y un día de verano, la estación favorita de ambos, se casaron en una pequeña ceremonia en el parque donde se conocieron, justo a la orilla del lago.
Con el tiempo,  formaron una rutina que para ambos era lo que le daba el sentido y plenitud a su vida. Disfrutaban de una serie de actividades: mientras el pintaba, ella armaba rompecabezas,  jugaban cartas, se leían historias el uno al otro, pero sin duda, su pasatiempo favorito eran los paseos por la tarde por el parque con el cachorrito dálmata que querían y trataban como a un verdadero hijo, ya que era lo único que el destino les tenía preparado  como “descendencia”.
Los tres, se sentaban en uno de los bancos del parque y juntos veían como el cielo iba cambiando de color, hasta que se veía invadido de estrellas.
Durante las largas caminatas a través del parque se dedicaban a observar la belleza de las distintas etapas de la vida. Niños corriendo de un lado a otro, escalando los juegos del parque, adolescentes recostados en el pasto buscando formas en las nubes dejándose llevar por la música que escuchaban por la radio, como compartían las parejas recién casadas y como elevaban cometas familias completas.
Así transcurrieron tres años hasta que un día recibieron la noticia que ambos temían pero que ninguno de los dos mencionaba. Gaspar había sido convocado para luchar por su preciada tierra en la devastadora segunda guerra mundial.
Ese día, decidieron ir al parque para observar un último atardecer juntos.
Durante el período que Gaspar sirvió en la guerra, mantuvieron la comunicación a través de cartas, donde hablaban principalmente de lo diferente que eran los lugares en los que se encontraban pero como el atardecer los hacía sentir como si estuvieran juntos en su lugar de siempre. Pero a medida que transcurría la guerra, las cartas comenzaron a perderse y las que lograban encontrar su camino, llegaban mucho tiempo después de haber sido enviadas. Al cabo de un tiempo, no hubo más.
El pánico se apoderó de Amelia. Su cabeza no dejaba de ir de un lado a otro. Cada pensamiento era como un engranaje que se acoplaba a otro desencadenando ideas realmente aterradoras.
El día en que se cumplió exactamente un año y ocho meses de la partida del amor de su vida, Amelia se encontraba apoyada en el alféizar de la ventana, siguiendo con sus ojos el camino de las gotas de lluvia mientras caían. Su corazón comenzó a latir con más intensidad, comenzó a sudar, se aceleró su respiración y dejó de escuchar el sonido de la lluvia. Su mente sólo estaba pendiente del hombre uniformado que se acercaba con la cabeza gacha hacia su puerta.


Todos los días a la misma hora, Amelia se encontraba sentada en uno de los bancos del parque que da hacia el oeste. Disfrutaba, sin excepción, el ver como el cielo, dominado por el celeste, la mayoría de los días de verano, se teñía ahora de diferente tonos de naranjo, rojo y amarillo. Acompañada ahora de un viejo dálmata, miraba hacia el horizonte añorando los días de la pre guerra con su adorado Zancudo. Los más felices de su vida.
    

                                                                                                                                  Fernanda Abarca

lunes, 16 de mayo de 2016

Señales

Rosario Ovalle G.


Aún la recuerdo: alta, morena, ojos verdes; ojos verdes que se clavan en tu alma con dulzura. Andaba con un vestido blanco, botas café y pañuelo al cuello. De su brazo derecho, colgaba un chaleco rojo, mientras cargaba un libro, y del izquierdo, una cartera del mismo color del chaleco.
Estábamos ambos en la estación de trenes, las coincidencias no ocurren porque sí. Decidido, me uní al mismo vagón, para contemplarla y atraer su mirada, una vez más. Ella se sienta y, a su costado derecho, coloca la cartera y el chaleco. Su libro, sobre la mesa y, antes de abrirlo, lo contempla con cierto desdén de misterio.  Me bajó cierta curiosidad, por lo que me fui acercando a ella…
-          “La habitación Dorada” de Robb, es un libro muy esperanzador- le dije a viva voz.

La muchacha no me dirigió palabra alguna, y siguió contemplando la portada. De un segundo a otro, comienza a leer. Con convicción me senté frente a ella y me propuse captar su atención.
-          Me llamo Diego; Diego Ossa, soy dueño de…
-          Se perfectamente quién es usted, Diego Ossa. ¿Me puede dejar tranquila? Quiero leer.
Nunca comprendí tal frialdad de su parte, la miré a los ojos, pero ella había cambiado su dulzura de siempre, por una amargura sofocante. Me paré y me dirigí al vagón anexo, no podía comprender el actuar de Margarita, nunca fue así; siempre fue una mujer dulce y amable, en mi mente. De pronto, una alegría inmensa recorre todo mi cuerpo al verla acercarse a mí.

-          ¿Te vienes a disculpar?
-          Acompáñame al vagón vacío.
-          ¿Qué?

Me quedé en shock al escuchar su voz susurrante, la ví seguir su camino por la hilera y, cuando la vi desaparecer, decidí seguirle el rastro.  El último compartimento, se encontraba sumido en una ausencia de luz. Estuve 5 minutos parado, hasta que encontré una silla donde esperarla, en ese mismo instante, siento unos pasos que cierran la puerta y se encamina hacia mí…
-          Margarita, ¿eres tú?-
-          Dime… ¿eres uno de ellos?
-          ¿Qué?
-          ¡Contesta: sí o no!
-          De verdad que me estás asustando- dije con voz temblorosa.  
-          ¡Por supuesto que no!

Vi cómo la mujer me apuntaba con un arma de calibre ocho, mi corazón se detuvo y un sudor frío me recorrió todo el cuerpo…



-          ¡Papá! ¡Papá!
-          ¿Ah? ¡Qué pasó!
-          Casi me matas del susto… ¡Otra vez te encuentro con la respiración por las nubes!

Miré el reloj y otra vez marcó las 4:20 ¿Cuándo será el día que deje de soñarla?




El Resultado

Mientras la profesora nos pregunta nuevamente si hemos entendido casi sonrío al pensar que hace un tiempo mi mayor problema era precisamente resolverlos, Matemática nunca había sido mi fuerte, y muchas veces había sentido ganas de gritarle a la profesora que no sabía la respuesta, ahora también tenía ganas de gritar, pero no a ella, tenía ganas de gritarme a mí misma.
Mi vida se había convertido en una ecuación donde existían dos formas de resolverla, y ambas me llevarían al mismo resultado, sin embargo el inconveniente no era encontrar la solución, era que esta no me gustaba.
Rápidamente dirijo la mirada a mi vientre y compruebo con alivio que aún se ve plano “Aún no ha crecido, y quizás nunca lo haga” pienso, pero esto no evita que el miedo comience a hormiguear en mi interior. “¿Es mi miedo?, ¿Tal vez de él?, o ¿Será ella?”.
Mis preguntas sin respuestas se ven interrumpidas por un recuerdo muy lejano, casi borroso. Era mi cumpleaños y por fin mis abuelos me habían regalado esa muñeca que tanto quería, podías llevarla al baño, cambiarle ropa, en resumen el entrenamiento perfecto para jugar a ser mamá. “Quizás no sea tan difícil, solo estoy cambiando de juguetes” me digo intentando tranquilizarme, pero antes de lograr engañarme vuelvo a ver la cara de mis abuelos solo que esta vez el orgullo de sus miradas ha sido desplazado por la decepción, casi puedo escuchar como sus expectativas puestas en mí se rompen. No puedo desilusionarlos, y  las palabras de mi amiga Rocío aparecen en mi mente “Hay unas pastillas con las que rápidamente puedes deshacerte del problema”.
Y es así como vuelvo al comienzo, tengo dos caminos completamente diferentes, pero que me llevan a un mismo resultado: Culpa.  
Culpa por cortar mi vida, culpa por cortar otra vida.
Culpa por arruinar mis oportunidades, culpa por no darle la oportunidad.
Mientras busco inútilmente la solución a la ecuación  de nuestras vidas, una mano en mi hombro me sorprende, es mi profesora.
-Marina, ¿puedes resolver el problema?
Retiro rápidamente la mano de mi vientre que lleva un rato ahí, el hormigueo casi ha desaparecido. Me toma un minuto entender realmente a que se refiere, y antes de que me lo pregunte nuevamente me dirijo a la pizarra lentamente, sin saber la respuesta.


Consuelo Mondaca Varas

sábado, 14 de mayo de 2016

Princesa


-      ¡Ay no, estoy atrasada! -arrojé las sabanas junto con mi perro y corrí al baño.

Ducha rápida, pelo castaño claro semi peinado, desodorante, ropa limpia. No tengo idea como, pero en 20 minutos estaba arriba del auto y camino a la universidad. Primer día de clases de mi segundo año de Ingeniería Comercial y ya iba tarde, excelente manera de comenzar el semestre.

-      ¡Señora, decida si va a cruzar o no! -siempre me tocan estas viejas que no saben ni adónde van, ¡y con toda la calma del mundo! Como si uno no tuviera que llegar a cierta hora a cierto lugar.

Detuve el auto en el penúltimo estacionamiento libre y corrí a la sala donde tenía inglés. Llegué a cinco minutos de haber comenzado la clase, por lo que me encaminé al final de la sala con la cabeza gacha. Una chica de tez morena y pelo negro se sentaba solitaria en ese sector. Tomé el puesto de su derecha.

-      Hola, ¿cómo te llamas? -dijo con un tierno susurro.
-      Alicia, ¿y tú? -respondí esbozando una sonrisa.

Así conocí a Catalina que, por mera coincidencia, tenía la siguiente clase conmigo: Microeconomía. Por lo general no soy tan sociable, no me gusta andar contando mis cosas y soy más bien introvertida. Ciertos acontecimientos de pequeña me marcaron, pero prefiero no recordarlos.

Antes de llegar a la sala, me separé de la Cata para ir al baño. Cuando regresé, la Cata estaba sentada con alguien más. Un chico ocupaba el puesto de su izquierda. Jamás lo había visto. Me senté a la derecha de la Cata. No paraban de conversar, parecía que se conocían hace mucho. Evité hacer cualquier pregunta o comentario y me concentré en la clase. Al terminar tomé mis cosas rápidamente, pero antes de irme la Cata giró su cabeza hacia mí:

-   ¡Alicia, no te presenté! ¡Soy terrible! -dijo mientras daba la vuelta, cambiaba de lugar al joven y lo empujaba hacia mí- Felipe, Alicia. Alicia, Felipe. La conocí en inglés, ¡es muy amorosa! -
Hola Alicia -dijo sonriendo el joven de tez trigueña, pelo negro corto y ojos cafés, mientras acercaba su rostro y me saludaba con un beso de mejilla con mejilla. No más de tres o cuatro centímetros más alto que yo. Si me ponía tacos, lo pasaba.
-    Hola, mucho gusto -respondí.
-    Igualmente - dijo con otra sonrisa y dirigiéndose a la salida.

Volví a mi casa y pensé que quizás, este semestre, sería distinto a los otros.

En Microeconomía nos reíamos mucho con la Cata y Felipe, en especial Felipe y yo cuando nos reíamos de las ridiculeces de la Cata y la molestábamos entre los dos. Felipe siempre estaba con su celular jugando en clases; ¡no entiendo como tenía mejores notas que yo si yo siempre presto atención y estudio! Bueno, quizás yo también jugaba con el celular... Un poco... En mi casa todos son connotados en lo que hacen: mi papá es médico reconocido a nivel nacional, mi mamá hacía las campañas presidenciales de un ex presidente, mis tres hermanos mayores, todos con notas sobre 6,5 y eran ingeniero civil, abogado y otro ingeniero comercial. Mi hermana grande estudiaba odontología y, lo mismo, excelente alumna, puros 6,5 o más. Luego venía yo, la oveja negra que, si tenía suerte, pasaba el 5. La que le gustaba escribir, ver series y jugar en el celular o en el computador. Y después de mí, estaba mi hermana chica que aún está en el colegio.

-     Cata, ¿vamos a almorzar? -la invitó Felipe al término de la clase.
-     Pucha Felipe, tengo que hacer unos trámites, de hecho, me tengo que ir volando -contestó.
-     Volando... -bromeó Felipe- No te preocupes. Alicia, ¿quieres almorzar conmigo?
-     ¡Bueno! -dije alegremente.
-     Vamos entonces.

El almuerzo fue muy entretenido. Me contó cómo conoció a la Cata, sobre su familia, sus pasatiempos y me hizo reír mucho... Quizás demasiado... Ojalá no me haya visto tonta. Yo también le comenté sobre algunas de mis cosas, incluyendo que escribía y veía series. ¡No podía creer que le hubiese contado! ¡Además él también escribía y veía las mismas series que yo! Bueno... No las mismas, pero algunas parecidas. Nadie excepto mi familia y mis amigas más cercanas sabían que escribía. Su compañía era realmente agradable; me sentía muy bien estando con él. Algo me hacía confiar en él. Fue una tarde realmente singular.

A la clase siguiente, nos sentamos lado a lado, dejando a la Cata a la izquierda de Felipe y yo a su derecha. La profesora nos llamó la atención varias veces por las risas y la conversación, pero no nos importó. Cuando ya eran demasiadas llamadas de atención, hablábamos por WhatsApp, pese a que estábamos sentados juntos. Era muy divertido, porque la conversación en voz alta desaparecía, pero las risas continuaban.

-      No, no, esto no puede ser -dijo la Cata- Felipe, ¿me cambiaste por la Alicia?
-      ¿Qué? -replicó Felipe riendo.
-      Sí, ahora sólo le hablas a ella, y la miras a ella, y, y... Y eso... -contestó bromeando.
-      ¿Estás celosa? -dije molestándola.

Todos reímos y nos retiramos.

Llegó la semana de exámenes. Mis padres empezaron a presionarme, diciendo que tenía que sacarme buenas notas. Intentaba estudiar, pero no lograba concentrarme. Mi estrés empezó a subir hasta alcanzar niveles críticos. Mi celular vibró, alertando un mensaje. Era de Felipe. Como si fuera adivino, preguntó cómo iba mi estudio. No sé por qué, pero me desahogué con él, contándole que no me sentía valorada por mis papas, que nadie en mi familia me entendía, que estaba cansada de que me fuera mal en la universidad... Debe haber pensado que era una idiota, por estar preocupada por cosas tan simples y sin sentido. Pero no dijo nada de eso. "Princesa, no te preocupes. Te prometo que todo va a mejorar. Si necesitas ayuda con algo, yo feliz de ayudarte" fue el mensaje que llegó. Sonreí.

Terminaron los exámenes y pasé todos los ramos. Felipe y la Cata también. Felipe y yo hablábamos con más frecuencia por WhatsApp. Llegó el siguiente semestre, después de las vacaciones de invierno que prácticamente no existieron, junto con un mensaje de Felipe. Me invitaba al cine. Acepté muy feliz. Fuimos con dos amigas en común que teníamos. Al terminar le ofrecí a Felipe llevarlo a su casa. Aceptó. En el camino, nos llevamos la sorpresa de que compartiríamos dos ramos este semestre. No podía borrar las margaritas que se formaban en mi cara. Él también sonreía. No dijimos nada por unos minutos. Al llegar a su casa, nos despedimos. Tomó mi rostro delicadamente con una mano, y besó mi mejilla. Luego, se bajó del auto y entró a su casa. Sentía la cara en llamas y mis manos tiritaban un poco. ¿Qué me pasa? Volví a mi casa y preparé mis cosas para comenzar el nuevo semestre.

Las clases seguían siendo muy divertidas con Felipe, pese a que la Cata no compartía ningún ramo con nosotros. Un viernes por la noche, una amiga en común hizo una junta en su casa. Felipe también estaba invitado. Esa tarde, cocinamos sushi. No sé si soy muy buena cocinando, pero sí que me encanta cocinar y que, por lo general, a la gente le gusta lo que cocino. Felipe era bastante hábil también. Más tarde, conectamos una consola de videojuegos a la tele y nos pusimos a jugar.

-      Alicia, ¿alguna vez te ha hecho un masaje Felipe? -comentó de la nada la dueña de casa.
-      No, nunca -contesté directamente y desviando mi mirada a Felipe, que estaba sentado en uno de los sofás y muy concentrado en el videojuego para no perder. Me senté en una silla cerca de los aperitivos.
-      ¿Quieres uno? -ofreció Felipe sin dejar de mirar la pantalla.
-      Bueno -dije sin pensarlo.

Felipe se levantó del sofá y se me acercó. Se puso detrás de mí. Tomó delicadamente mi cabello y despejó mi cuello.

-      Relájate... -susurró en mi oído.

Incliné la cabeza y mi pelo ahora tapaba mi cara, así que no se notó como me ruborizaba. Respiré hondo y solté los hombros. Comenzó suavemente a tocar la parte baja de mi espalda con su dedo índice, los costados de la columna, presionando levemente a medida que subía. Cada vez que presionaba, algún músculo tenso se relajaba. Era como si supiera exactamente donde tenía molestias. Cuando estaba por llegar a mi cuello, volvió al principio, pero esta vez con todos sus dedos. Subió y esta vez se extendió a mis hombros. Estaba como hipnotizada; no me movía. No podía moverme. Se sentía demasiado relajante. Luego de los hombros, dirigió sus manos a mi cuello. Un extraño escalofrío se esparció por todo mi cuerpo, derrocando todo vestigio de resistencia ante el relajo y el sueño que se apoderaban de mí. De la nada, sentí dos leves palmadas en la espalda. ¿Cuánto tiempo había estado en trance? Abrí los ojos, los cuales no recordaba haber cerrado. Felipe estaba sentado nuevamente en el sofá, jugando contra otro invitado. Era su turno.

-      Gracias Felipe -dije sin mirarlo a los ojos. Él me miró y sonrió.

Luego de un rato, fui y me senté a su lado. Tenía un chal en las piernas, el cual tomé y, por bromear, lo tapé hasta la nariz. ¿Qué estoy haciendo? Él rio, y se apoyó hacia mí. Pasaron unos segundos y lo despegué de mí, enderezándolo en el sofá. Me miró extrañado. Claro, ¿quién no lo haría? No sabía qué me pasaba. Luego de un par de horas, terminó la junta. Volví a mi casa y dormí más relajada que de costumbre.

Un jueves antes de la segunda semana de pruebas, invité a Felipe a estudiar a mi casa. Nos sentamos en el living, alrededor de una mesa sentados en la alfombra y estuvimos un buen rato repasando y haciendo resúmenes. Hace un par de días había tenido un problema con una amiga del colegio. Sin querer se lo comenté y escuchó atentamente. No tengo idea qué me pasó después, pero empecé a contarle la historia de cuando era pequeña, y todos los problemas que tuve. Él escuchaba en silencio cada palabra, mirándome fijamente desde el otro lado del living. Cuando llegué a la parte más importante de mi historia, no pude evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas. Felipe se levantó. Dio la vuelta al living. Se sentó detrás de mí, me abrazó por el cuello y la cintura, y me apoyó hacia él. Yo me sujeté de su brazo. Mi corazón se había calmado. Me dio un beso en la cabeza, acarició mi pelo y me dijo: “ya pasó princesa, no te preocupes”. Luego de unos minutos sin movernos, se enderezó. Nos quedamos sentados y él me contó su historia de cuando era pequeño. Le hice una suerte de caricia en la rodilla. Nunca había vivido algo semejante a esto. Él tomó mi mano; yo no moví la mía. No sabía cómo reaccionar. Luego de unos minutos más, y que ambos habíamos terminado nuestras historias, volvimos a nuestros sitios y terminamos de estudiar. Esa noche dormí muy tranquila. Como si hubiera liberado una enorme carga de mi pecho.

Para uno de los ramos matemáticos más difíciles, hacíamos todas las tareas juntos. Luego de la semana de pruebas, Felipe me preguntó por WhatsApp “Princesa, ¿hacemos la cuatro juntos?”. No le contesté. ¿Qué me pasa? Volvió a preguntar al día siguiente. Nuevamente, no le contesté. ¿Qué estoy haciendo? Insistió por dos días más y yo seguía sin contestarle. ¿Por qué no le contesto? Lo más extraño, era que seguía conversando con él de cualquier otra cosa, pero no era capaz de contestar su pregunta.

El fin de semana, organicé una junta en mi casa. Invité a muchos amigos y amigas incluyendo a Felipe. Estuve toda la noche sin hablar con él. ¿Por qué no le hablo? Felipe no conocía a nadie además de mí, así que estuvo en una esquina del sofá casi toda la noche, hasta que fue a hablar con una amiga mía. Eventualmente todos los invitados se fueron excepto él. Eran casi las cuatro de la mañana y él seguía en el sofá. Me senté en el sofá del frente y saqué mi celular para disimular que hacía algo.

-      ¿Nos vamos a quedar así? -preguntó repentinamente Felipe y con tono serio.
-      ¿Cómo? -respondí sin entender.
-      Así, sentados haciendo como si tuviéramos algo que revisar en el celular a las cuatro de la mañana y sin conversar -contestó mirándome fijamente y con los ojos a media asta.
-      Emm… yo estoy bien así -dije, sabiendo que no era verdad. No entendía qué me pasaba.

Felipe se levantó, cruzó la sala y se sentó a mi lado. Seguí mirando mi celular.

-      No te voy a pedir que me des la respuesta a la pregunta que llevo haciéndote toda la semana, pero quiero que al menos me digas por qué no me contestas - dijo directamente. Se me heló la sangre y podía escuchar los latidos de mi corazón retumbando por todo mi cuerpo. Pasaron unos segundos en silencio.
-      Es que… Yo… No quería que las cosas se dieran tan rápido… - dije finalmente. ¿Qué acabo de decir? ¿Qué está pasando?
-      ¿Qué? -preguntó, sin realmente esperar respuesta.

El tiempo se detuvo justo después de esa pregunta retórica, y lo siguiente que dijo Felipe:

-      Alicia, tú me gustas. Y me gustas mucho.

Mi corazón iba a explotar. ¿Qué acaba de pasar? ¿Qué estoy sintiendo? ¿Yo le gusto a Felipe? ¿Por qué? ¿Qué respondo?

-      Perdón Felipe, pero yo no te puedo ver más que como amigo.
-      Una lástima… Pensé que, con todo lo que hacíamos y compartíamos, teníamos algo.

Se levantó y se fue.

Después de ese día, dejamos de hablar por WhatsApp. Para que decir que no hicimos la tarea cuatro juntos. De hecho, en todas las clases que teníamos juntos, dejé de sentarme con él, y una chica de pelo castaño, que no tenía idea quién era, se sentó a su lado. Traté de fingir que no me importaba. Todo eso duró casi dos meses, hasta que llegaron los exámenes finales. El día del último examen, estaba sentada repasando la materia, cuando de pronto Felipe apareció.

-      Hola Alicia -saludó amablemente.
-      Hola -dije casi sin mirarlo.
-      ¿Vas bien para el examen? -preguntó.
-      Si, ¿y tú? -respondí
-      Súper, prácticamente no necesito nota -replicó orgulloso.
-      Que suerte -le dije sin saber qué estaba pasando.
-      Bueno te dejo repasar tranquila -agregó sonriendo.


Dio media vuelta y se dirigió hacia la misma chica de pelo castaño que se sentaba a su lado en la clase de matemática. Sólo pude notar como mi boca se desfiguraba incontrolablemente hacia abajo, mis ojos llenarse de lágrimas, mi corazón bajar su ritmo cardíaco, al ver a Felipe besar a esa chica y decirle “no te preocupes princesa, ella es solo una conocida”.