viernes, 9 de diciembre de 2016

Silencio

Tic, tac…tic, tac.
Sonaría el reloj, si es que hubiera algo en la habitación.
Paredes blancas, techo blanco, silencio, vacío.
Simulacro 1: Adolescente escribe un ensayo sobre el silencio, termina hablando de lo mucho que lo odia y tiene que empezar de nuevo, personaje inútil, desechar.
Simulacro 2: Hombre viejo escribe un cuento sobre el silencio de la muerte, tema triste, eliminar.
Simulacro 3: Los colores son más fuertes en el silencio, una experiencia muy particular, psicosis colectiva, demasiado extraño, borrar.
Abortar simulacros, inexistencia.

Desaparecer.



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domingo, 10 de julio de 2016

Acto fallido

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural

Las ruinas circulares

Esa mañana, cuando llamaron a su puerta, Julián nunca hubiera imaginado que se encontraría con un tipo como aquel. Salvo por esos ojos grises, la persona que esperaba franquear el umbral de su consulta era exactamente igual a él.
Julián se hizo a un lado y dejó pasar al sujeto. Lo condujo hasta un cómodo sillón y luego se sentó frente a él en un sencillo banco de madera.
Antes de que Julián pudiera presentarse o preguntarle el motivo de su visita, el paciente comenzó a hablarle, atropelladamente, como si tuviera prisa. Parecía que su visita conocía los procedimientos protocolares que anteceden a la primera consulta con un psicólogo, porque no hizo falta que le preguntara sobre su familia, sus relaciones personales o el motivo mismo que lo trajo hasta ahí. Julián se limitó, pues, a anotar cada palabra del paciente en su bloc.
Cuando este hubo terminado de hablar y Julián, hubo acabado de escribir los antecedentes, se percató de que no le había preguntado por su nombre. Obviamente lo había visto en la planilla de las visitas de ese día, pero el destino se lo había arrebatado de su memoria de perro viejo. Aquel error era imperdonable en un facultativo de su porte. Años de estudio en una universidad de primer nivel. Luego, una especialización en el extranjero que le había supuesto muchas noches en vela e ingentes cantidades de café. Había llegado más lejos que cualquiera de su promoción, pero justo esa mañana había olvidado el nombre del paciente.
Levantó la mirada del bloc hacia el sujeto que yacía apoltronado en el sillón, pero, cosa curiosa, las palabras no salieron de su boca. El paciente lo miraba fijamente, esperando un veredicto luego de su cháchara protocolar. Julián nuevamente hizo un esfuerzo para articular una frase inteligible, un ¿cuál es su nombre, caballero? o algo por el estilo, casi como si se tratara de una informalidad, y, no obstante, sabía lo absurdo de esa pregunta. Quizá fue el cansancio de una semana pesada, de un semestre aplastante y, aunque se reconocía distraído, le parecía imperdonable su actitud para con el hombre que lo miraba con fijeza.
—No hace falta que me pregunte mi nombre, Julián. Yo ya sé el suyo y con eso basta —dijo tranquilamente el sujeto.
Julián se tranquilizó; al fin y al cabo, si el mismo paciente vio poca cosa en la falta que cometiera, luego se encargaría de revisar en la planilla la información que requería.
Pero, tal como le había ocurrido con el nombre, al tratar de preguntarle algo, las palabras no acudieron nuevamente a su boca. Aparecían claras en su mente, pero Julián esa mañana, era incapaz de proferirlas con la llaneza que lo caracterizaba.
—No hace falta tampoco que me pregunte algo más, Julián. Yo ya sé qué me quiere preguntar.
Y acto seguido, su paciente se explayó sobre el origen de su problema. Le resumió en pocas palabras que día y noche, al escribir acaloradamente un par de líneas de la novela que iba adquiriendo forma en su escritorio, no podía encontrar una solución para salvar al protagonista. Se había encariñado enormemente de este y si bien el relato exigía, por constitución interna, la muerte inminente del personaje, su paciente estaba haciendo lo posible por evitarla.
Julián seguía sin poder hablar, pero en su fuero interno pensó que semejante estupidez no podía ser razón para visitarlo. Para esas fruslerías, bien podía acudir a un profesor de literatura o a un crítico literario, pero no a un psicólogo.
—Lo sé, Julián. Lo sé. Pero tampoco lo han podido resolver los académicos que he visitado. Me dicen que la solución está en mí. Ellos no pueden intervenir en el proceso creativo de una novela que no les pertenece.
Julián sintió escalofríos, ¿cómo había podido adivinar sus pensamientos?
Y, como si nuevamente, hubiera estado pensando en voz alta, el paciente le contestó:
—No se preocupe, por eso, Julián. No es trascendente para mi problema.
Tantos años de preparación y noches que había pasado con la mente enfrascada en largos textos de Jung, Freud y Lacan, que ahora parecían evaporarse en una neblina húmeda y distante, no lo habían preparado para una situación como esa. Ni siquiera podía recordar cuándo había estudiado a esos autores. Su paranoia se intensificó con violencia.
—Tranquilo, Julián. Ya todo terminará. Usted nunca estudió a esos autores. Jamás abrió un libro de ellos… es más, yo lo hice.
Poco a poco, la figura familiar del paciente, salvo por esos ojos grises, fue adquiriendo sentido. Ya conocía su nombre, pero temía pronunciarlo. La sola idea parecía descabellada, sacada quizá del peor libreto de Hollywood. Julián consultó nuevamente sus notas.
El paciente gustaba de la misma música que alguna vez escuchara él, amaba los perros y a ratos se debatía entre la más angustiante preocupación y la más lánguida de las calmas posibles. En definitiva, parecían haber sido pintados con la misma brocha en muchos aspectos.
—¡¿Quién eres, maldita sea?! —dijo al fin, Julián, como si sus labios se hubieran abierto por acción de un demiurgo malicioso, no por propia voluntad.
—Eso no importa, Julián —hizo una pausa que pareció eterna—. Pero usted no ha logrado ayudarme. Quizá fue por mi culpa. Lo lamento. Creo que mi problema no tiene solución. Lo siento mucho. Yo no quise que corrieras este futuro.
Acto seguido, Julián se desplomó de su banco de madera. La consulta se desvaneció en las tinieblas y ya no sintió nada más.

—Domingo, ¡atina, poh! Hace rato que estoy sosteniendo tu mojito, ¿terminaste de anudarte los zapatos?
—Sí, perdona. Estaba pensando en el final de mi cuento. Creo que el psicólogo se muere al final, no sé. ¿Qué te parece?
—¿Cómo se te ocurrió? —su compañero se río estruendosamente—. ¿Trataste de hablar con él, acaso?

Para Domingo, de Felipe

jueves, 7 de julio de 2016

La Emperatris de Cristal

En la entrada del Castillo de Cristal, Ephraim dijo:

-          Yo los detendré, apresúrense – mientras su aura comenzaba a condensarse.
-          Suerte amigo – dijo Slein dándose media vuelta.
-          Cuídate – le susurró Alie.

Slein y Alie corrieron a través de los largos corredores del Castillo de Cristal, dejando a Ephraim enfrentarse al ejército de lobos mágicos. Eventualmente llegaron al salón donde se encontraba el Trono de Cristal. Se detuvieron frente a la enorme puerta.

-          Déjamelo a mí – sugirió Slein, mientras extendía su mano hacia la puerta. Emitió una onda de choque y la puerta se desmoronó.

Entraron al enorme salón, el cual se iluminaba por la luz de la luna llena a través de un enorme vitral. Bajo este vitral, estaba el Trono de Cristal y sentada sobre él, la Emperatriz Angélica.

-          Han logrado llegar hasta aquí, pero veo que perdieron muchos compañeros en el camino. Eran cerca de 200 vasallos, ¿no es así? – dijo Angélica sonriendo.
-          Maldita bruja. Pagarás haber matado a nuestros amigos – amenazo Slein, mientras ajustaba su bufanda y sacaba sus cuchillos.
-          ¿Dónde está el joven de la capa? Estoy segura que él era el líder – preguntó la Emperatriz ignorando a Slein.
-          Slein, debemos tener cuidado, tiene el aura más siniestra que he sentido – acotó Alie – Debe ser realmente poderosa.
-          Alie, yo pelearé. Ephraim no me perdonaría si dejo que algo te pase.
-          Pero, ¡si peleamos juntos tendremos más posibilidades!
-          No es así, estaré preocupado de protegerte, no podré utilizar mi máximo potencial.
-          Basta de hablar, bufón, y diviérteme – lo provocó la Emperatriz, aún sentada.

Alie retrocedió, Slein adoptó su posición de batalla y la Emperatriz apoyo la cabeza en su mano. En un instante Slein apareció detrás del trono y emitió la misma onda de choque que usó para romper la puerta. El trono estalló, pero al disiparse el humo, la Emperatriz no estaba. Una risa se propagó por el salón. Slein alcanzó a esquivar un proyectil mágico proveniente del techo. Angélica reía mientras flotaba y apuntaba un nuevo proyectil. Slein arrojó ambos cuchillos, al tiempo que esquivaba el ataque de la Emperatriz. Los cuchillos rebotaron con el escudo mágico de esta y volvieron a las manos de Slein.

-          ¡Es inútil bufón, no puedes enfrentarte a tu dueña! – gritó riendo.
-          Eres bastante patética, bruja, ¿o aún no lo entiendes?

En el momento en que Slein acabó de hablar, una docena de cuchillos se clavaron en el escudo mágico de Angélica. Los Cuchillos Sombra de Slein estaban incrustados en el escudo, evitaban que se recuperara e inmovilizaban a la Emperatriz. Este extendió su mano y emitió la onda de choque. Los cuchillos vibraron y reaccionar a la onda, explotando y destrozando el escudo de la Emperatriz. Hubo unos segundos de silencio mientras se disipaba el humo y los rastros de magia. Slein fijó la mirada en el epicentro de la explosión.

-          Eres más fuerte de lo que pareces, bruja
-          ¡Silencio escoria! – gritó con desesperación – ¡Es hora de que pagues por tu insolencia!

Angélica aterrizó sobre el trono destrozado, comenzó a dibujar un círculo mágico y cantó la invocación completa. Del círculo emergió un enorme lobo blanco con marcas púrpura y ojos negros. Su aullido trizó las paredes de cristal y reventó el ventanal.

-          Garm, ese es tu nuevo juguete. Que no queden ni siquiera los huesos – ordenó Angélica con una sonrisa siniestra de oreja a oreja.

El lobo se avalanzó sobre Slein, el cual esquivó con un salto y atacó arrojando 4 cuchillos de obsidiana. Garm gimió de dolor sintiendo los cuchillos clavarse completamente en su lomo, pero al instante gruñó a Slein. Slein seguía en el aire. Garm saltó hacia él, más rápido de lo que caía y lo atrapó por la pierna. Lo asotó y sacudió varias veces para finalmente arrojarlo. Slein cayó al piso, seminconsciente. Su pierna estaba deshecha: piel, músculos y huesos pulverizados. Además, debido a los azotes, tenía varios huesos rotos en el cuerpo. Garm se dirigía hacia él. Se incorporó y levanto su mano en dirección a Garm. Emitió una onda de choque distinta a las anteriores y los 4 cuchillos de obsidiana fueron atraídos hacia él, cortando al enorme lobo en el proceso. El lobo aulló una última vez y se desvaneció.

-          ¡¿Qué le has hecho a mi Garm?!
-          Se acabó, bruja, ya no te quedan trucos y yo aún puedo arrojar cuchillos
-       Muy bien, basta de tonterías. Espero que hayas disfrutado mi actuación, bufón– habló Angélica con un tono distinto al de hasta ese momento; ya no sonreía.

Era un tono tranquilo, soberbio. Levantó su mano y en un haz de luz, reconstruyó el vitral y su trono. Se sentó en él y apoyó la cabeza en su mano. De pie sobre una pierna, Slein arrojó los 4 cuchillos de obsidiana y 2 docenas de cuchillos sombra. Todos rebotaron en un escudo mágico 10 veces más denso que el anterior. Angélica suspiró, apuntó un dedo a Slein, y cantó: “Decadencia”. Un delgado rayo púrpura grisáceo, tocó el pecho de Slein.

Justo cuando Ephraim entraba por la puerta, la horrida escena había comenzado. Toda la armadura de Slein comenzaba a derretirse. Este se encontraba de pie mirando atónito sus manos. Al desaparecer sus guantes, vio como un trozo de carne se desprendía de su mano. Un dedo cayó al suelo, su pierna destruida se separó de su cuerpo, su mejilla se deslizó fuera de su cara dejando a la vista parte de su cráneo. Uno de sus globos oculares se derritió, un brazo rodó por el piso, su sección abdominal se abrió por la mitad y sus órganos se esparcieron por el suelo. Ephraim corrió hacia él gritando su nombre, pero al llegar solo alcanzo a tocar su bufanda, antes de que Slein se transformara completamente en polvo. El grito de Alie no se escuchó. La bufanda desapareció en manos de Ephraim.

-          Te estaba esperando, joven de la capa. Tu amigo logró entretenerme unos minut-
-          Silencio.
-          ¿Qué has dicho?
-         
-          ¡¿Cómo osas callarme escoria?! ¡¿Acaso sabes quién-
-          Dije que guardes silencio – dijo Ephraim al mismo tiempo que perforaba a la Emeratriz con la mirada. El íris de sus ojos brillaban de color dorado. Su aura negra y dorada se condensaba a su alrededor.

Ephraim comenzó a caminar en dirección a Angélica. La Emperatriz tembló: era la primera vez que sentía miedo. Se levantó de su trono y apunto su mano a Ephraim.

-          ¡Inconcebible! “Decadencia” – gritó tiritando Angélica.
El rayo tocó a Ephraim, sin embargo, continuó caminando hacia ella.

-         ¡Insolente! – gritó nuevamente, mientras dibujaba un enorme círculo mágico que se dividió en decenas de círculos distintos. De cada uno de estos, emergió un Garm del mismo tamaño y poder que el primero - ¡Acaben con él!

Todos los lobos se abalanzaron sobre Ephraim. Sin dejar de avanzar, Ephraim invocó su espada. Cortó a todos y cada uno de los Garm, como si no hubiesen estado ahí. La Emperatriz retrocedió. Disparó muchas veces “Decadencia”, sin que surtiera efecto. Ephraim golpeó con la palma de la mano el escudo mágico y lo hizo pedazos. Miró cara a cara a la Emperatriz, y la atravesó por el pecho con su espada.

-          ¿Quién eres? – preguntó Angélica.
-          Dije… Silencio…
 “Quiebre Ignición” cantó Ephraim. Soltó su espada aún clavada en Angélica e instantáneamente tomo en brazos a Alie, uno de los cuchillos de obsidiana de Slein y escapó del castillo.


-          ¿Ha llegado mi hora? Bueno, de todas formas, es lo que siempre quise… Volver a la nada… - pensó la Emperatriz, mientras la espada clavada en su pecho vibraba, se ponía al rojo vivo y detonaba en una enorme explosión.


De Martín Castro
Para Catalina Harvey

La danza del Rugido

De: Alice
Para: Nacha Vivanco, que en tus ojos nunca se apague la luz.

Las piernas de Amelia estaban rotas, y sus brazos, lastimados y sangrantes…su pecho apenas se movía, en el suelo, lágrimas rojas brotaban de sus ojos, que se encendían de pronto con una chispa que nunca tuvieron antes.
Sin importar las heridas, la bailarina se levanta, sus ojos refulgían con pasión, con fuerza, con ganas de buscar la libertad, y camina hacia su director de baile, aquel que solía dejarla en ese estado por “no ser lo suficientemente buena”, para finalmente, con clase y un simple gesto, demostrarle que ya no sería más su bailarina de caja musical.
La danza de Amelia ahora sería para ella, cada giro, cada movimiento, tendría su pasión, su sentido, sería su vida la representada en cada baile, y cada paso la haría sentir más viva, la haría acercarse más a la completa libertad.
Ahora sus ojos brillaban con amor, con esperanza, demostrando que la bailarina rota se había arreglado a sí misma, y sí, sonreía…una sonrisa tan grande que iluminaba el alrededor, pues había sido conejo, pero ahora era león.
Y así, su danza es un rugido, cual enorme leona, se mueve por el escenario demostrando poder, y al mismo tiempo, cariño…todo en ella es potente y único.
Los ojos de la bailarina se cierran, y una ola de aplausos los acompaña…no sabe de quienes son, o si son sólo producto de su imaginación, pero en la realidad ¿Qué más da? Sólo importa que es feliz.
La danza del rugido permite a Amelia descubrir algo nuevo cada día, le permite vivir, y hacer que otros, por el baile, se liberen y vivan….la danza del rugido, le dio a Amelia una voz.
Desde su primera presentación, cada mujer que vio la danza del rugido, supo que no estaba sola, que podían luchar y expresarse como ellas quisieran, esa danza les mostraba que hacer para que sus ojos recuperasen el brillo, para que sus alas volvieran a extenderse y pudieran volar.

Y así, de bailar sola, Amelia pasa a tener una legión, la legión de leonas, la compañía de la danza del rugido, cuyas voces son las más potentes que alguna vez han sido emitidas.


Atrapado en la razón

  
Se había estado preparando para la reunión del martes por casi un mes y justo ese día, como si el universo quisiera jugarle una mala pasada, se quedó dormido.
Un intenso rayo de luz se escapó entre las persianas de su ordenada y perfectamente pensada habitación y se deslizó por el lado izquierdo de su cara, pegando de lleno en sus ojos. Todavía medio entregado a los brazos de Morfeo,  se inclinó para ver el despertador negro y cuadrado que estaba en su velador desde que su abuelo, que siempre fue más un padre que un abuelo, le dejo después de partir a reencontrarse con su esposa fallecida tantos años atrás.
Se levantó de un salto, se puso el primer traje que encontró y de paso tomó unas tostadas que se comería en su auto, por supuesto, negro. No podía creer su irresponsabilidad. Nunca le había pasado algo así, pensaba mientras conducía.
Era la definición de disciplina. Jamás había llegado tarde a la oficina y mucho menos había faltado. Su escritorio encajaba en su pequeño cubículo en un ángulo exacto de noventa grados; sobre él, cada artículo que sólo un perfeccionista como él tendría, se encontraba a una distancia precisa del siguiente, de lo contrario, no podía realizar su trabajo.
 Sin darse cuenta se pasó una luz roja, pero ya nada importaba. No había realizado su rutina de la mañana así que su día ya no sería perfecto.
De alguna u otra manera, su sentido de orden y vivir bajo las reglas se fundaban en su nerviosismo. Trataba de camuflar ese defecto que para él era lo que realmente lo definía. Nunca había creído en las palabras de su familia y amigos cuando le decían que era una persona realmente entrañable, perseverante y fiel como si lo anterior fuera poco.
Iba realmente atrasado, de ninguna manera llegaría a la reunión a tiempo. Esta vez, se percató de que el semáforo le estaba indicando que se detuviera y frenó a un par de metros de un café.
Desde que trabajaba en la empresa, había realizado el mismo recorrido cada día de la semana, sin embargo nunca le había puesto atención a ese particular café. Tenía una amplia terraza que en ese momento estaba absolutamente copada. Pasó su mirada por cada rincón del lugar y se detuvo al verlos. Una pareja de ancianos que le recordó a sus queridos abuelos, ocupaba la mesa de la esquina. Tomaban algo que no pudo ver desde el auto pero supuso que era algo dulce. No podía ser otra cosa ya que era exactamente lo que ellos reflejaban. Dulzura. Observó cómo se miraban el uno al otro y entrelazaban sus arrugados dedos. Y entonces lo supo. No seguía las reglas y órdenes al pie de la letra  en un intento de camuflar su nerviosismo, si no para esconder que era un enamorado del amor. Fue como si una puerta se hubiera abierto en el lugar más recóndito de su mente y ahora dejara salir todos esos sentimientos que alguna vez estuvieron reprimidos. Lo que realmente era importante para el era el amor, el arte, la compañía.
En un abrir y cerrar de ojos, su vida dio un giro. Su mente se vio invadida de imágenes  fugaces que se atropellaban entre sí: cumpleaños, navidades, juntas con amigos, ex parejas. Esa pareja de ancianos lo hizo despertar y darse cuenta que el orden y la estructura no lo son todo; esa pareja de ancianos demostraba que el amor es real, esa pareja de ancianos lograron liberarlo de su  oscura prisión. Agradeció haberse quedado dormido ya que lo llevo justo a ese momento. Ahora no entendía porque su reunión le parecía tan importante.
Un sonido estrepitoso lo despertó de su trance. Miró por el espejo retrovisor y vio como el conductor del auto de atrás le hacía gestos no muy simpáticos. La luz del semáforo ya era verde. 



       Para:Felipe
       De: Fernanda


De lo contrario a ser solo lo que se es

Para: Juan Pablo 
De: Gabriela 

Se levanta pensativo, pero no piensa en cualquier cosa, no todo atrapa su atención, él sabe bien dónde depositar su energía. Se viste con lo primero que ven sus ojos, porque hace años que alcanzó la certeza de que sus vestiduras no lo definen. Poco habla de su esencia la combinación de colores que escoja un día o incluso el diseño de la polera que más usa. Sabe bien que su definición está en lo que nace en su mente y proyecta inmaterialmente: sus ideas.

Cree que no es casualidad que su nombre realmente sean dos nombres. Él no es ni "Juan", ni "Pablo", es "Juan Pablo", un doble nombre, que de alguna manera habla de su doble pensamiento, su crónico repensar, su necesidad de considerar dos veces lo que parece sencillo (pero, repetimos, no es intrascendente. Realmente es importante que quede claro que no cualquier cosa amerita merece su meditación inicial y menos su replanteamiento).

Esta mañana en particular piensa en el agobio de la época de exámenes mientras sus pies rozan el piso de granito. A veces quisiera ser ciego para poder sentir con más plenitud la frialdad del piso, para poder percibir con mayor intensidad la desnudez de sus pies y para poder desear ver, ser capaz de mirar el mundo.

Piensa que debe ser especial (claro que triste, pero sobre todo especial) querer tener una habilidad imposible a la naturaleza propia. Debe ser interesante ser pez e imaginar qué tal será respirar, ser cielo y anhelar silbar, ser libro y querer transpirar imágenes como el cine, ser el género cine y soñar en poder soñar.

Su mente se ve tentada a pensar en la ceguera o en la posibilidad (la potencia frente al acto, su antiguo tema-obsesión), pero su estímulo inicial toma más peso: el agobio de los exámenes. Se razona atravesado por algo que se parece a la presión. Siente rabia de sentir rabia. Es una tontera vivir como lo hacemos. La presión de los exámenes es lo mismo que la molestia del lujo, la incomodidad de la felicidad, la grieta del agua.

Él es afortunado de tener techo, familia, educación, amigos, buena cabeza. Tiene todo para prosperar en la vida, tiene todo para triunfar en la prueba, todo para arreglarse y salir a la Universidad, tiene hasta un ascensor que le evitará el esfuerzo físico de bajar 13 pisos hasta la planta baja del edificio, lo tiene todo. Tenemos todos todo, piensa. Tenemos remedios, bancos, redes inalámbricas, entretenimiento. Antes hacer un trámite ameritaba un día en la vida, ahora solo la tarea de estacionar nos produce agote físico, nos torturan los minutos perdidos. Somos flojos, orgullosos, malagradecidos.

Sus ojos café se abren. La vida le ha dado un regalo, esta mañana sus reflexiones matutinas se han alineado: Somos afortunados de querer sentir el frío en los pies y tener la sensibilidad de hacerlo, somos capaces de respirar, de silbar, de generar imágenes y de soñar.

Pero no hay potencias felices y potencias desgraciadas, son todas maravillosas. Somos capaces de despreciar el tráfico, de quejarnos por la tardanza al estacionar, de sentir desagrado ante la angustia, de quejarnos de nuestros propios quejidos. Qué pena el pobre lápiz que es lápiz y lápiz es. Qué pena ser lo que se es y nada más.

Él es Juan y Pablo, el que piensa y se alivia. El que sabe que esta vez poco lo salvará de obtener un rojo en la prueba que tendrá a las 11:00, pero que -exquisita sensación- es una manifestación de su potencia de reprobar. Ese rojo es su rojo, es su potencia en acto. Fracasar es solo una potencia más, Juan Pablo también puede conquistar el mundo, su mente piensa en grande, no tiene límites, se ensancha con cada nuevo pensamiento, que va adaptando y decorando los cajones de su identidad. 

De lo contrario a ser solo lo que se es

Para: Juan Pablo 
De: Gabriela 

Se levanta pensativo, pero no piensa en cualquier cosa, no todo atrapa su atención, él sabe bien dónde depositar su energía. Se viste con lo primero que ven sus ojos, porque hace años que alcanzó la certeza de que sus vestiduras no lo definen. Poco habla de su esencia la combinación de colores que escoja un día o incluso el diseño de la polera que más usa. Sabe bien que su definición está en lo que nace en su mente y proyecta inmaterialmente: sus ideas.

Cree que no es casualidad que su nombre realmente sean dos nombres. Él no es ni "Juan", ni "Pablo", es "Juan Pablo", un doble nombre, que de alguna manera habla de su doble pensamiento, su crónico repensar, su necesidad de considerar dos veces lo que parece sencillo (pero, repetimos, no es intrascendente. Realmente es importante que quede claro que no cualquier cosa amerita merece su meditación inicial y menos su replanteamiento).

Esta mañana en particular piensa en el agobio de la época de exámenes mientras sus pies rozan el piso de granito. A veces quisiera ser ciego para poder sentir con más plenitud la frialdad del piso, para poder percibir con mayor intensidad la desnudez de sus pies y para poder desear ver, ser capaz de mirar el mundo.

Piensa que debe ser especial (claro que triste, pero sobre todo especial) querer tener una habilidad imposible a la naturaleza propia. Debe ser interesante ser pez e imaginar qué tal será respirar, ser cielo y anhelar silbar, ser libro y querer transpirar imágenes como el cine, ser el género cine y soñar en poder soñar.

Su mente se ve tentada a pensar en la ceguera o en la posibilidad (la potencia frente al acto, su antiguo tema-obsesión), pero su estímulo inicial toma más peso: el agobio de los exámenes. Se razona atravesado por algo que se parece a la presión. Siente rabia de sentir rabia. Es una tontera vivir como lo hacemos. La presión de los exámenes es lo mismo que la molestia del lujo, la incomodidad de la felicidad, la grieta del agua.

Él es afortunado de tener techo, familia, educación, amigos, buena cabeza. Tiene todo para prosperar en la vida, tiene todo para triunfar en la prueba, todo para arreglarse y salir a la Universidad, tiene hasta un ascensor que le evitará el esfuerzo físico de bajar 13 pisos hasta la planta baja del edificio, lo tiene todo. Tenemos todos todo, piensa. Tenemos remedios, bancos, redes inalámbricas, entretenimiento. Antes hacer un trámite ameritaba un día en la vida, ahora solo la tarea de estacionar nos produce agote físico, nos torturan los minutos perdidos. Somos flojos, orgullosos, malagradecidos.

Sus ojos café se abren. La vida le ha dado un regalo, esta mañana sus reflexiones matutinas se han alineado: Somos afortunados de querer sentir el frío en los pies y tener la sensibilidad de hacerlo, somos capaces de respirar, de silbar, de generar imágenes y de soñar.

Pero no hay potencias felices y potencias desgraciadas, son todas maravillosas. Somos capaces de despreciar el tráfico, de quejarnos por la tardanza al estacionar, de sentir desagrado ante la angustia, de quejarnos de nuestros propios quejidos. Qué pena el pobre lápiz que es lápiz y lápiz es. Qué pena ser lo que se es y nada más.

Él es Juan y Pablo, el que piensa y se alivia. El que sabe que esta vez poco lo salvará de obtener un rojo en la prueba que tendrá a las 11:00, pero que -exquisita sensación- es una manifestación de su potencia de reprobar. Ese rojo es su rojo, es su potencia en acto. Fracasar es solo una potencia más, Juan Pablo también puede conquistar el mundo, su mente piensa en grande, no tiene límites, se ensancha con cada nuevo pensamiento, que va adaptando y decorando los cajones de su identidad. 

sábado, 2 de julio de 2016

Modales

La cucaracha corría por el piso esquivando mis muros, este juego podía durar horas cuando se jugaba bien y requería de una astucia increíble. Sin embargo después de un tiempo,  al igual que muchas cosas que están aquí abajo dejo de interesarme, y volví rápidamente a esas locuras de mi mente… pensamientos sobre como mis compañeros me traicionaría y me delatarían. El dilema del prisionero creo que se llama, en donde dos prisioneros se ven finalmente, por desconfianza forzados a admitir el crimen. Sin embargo aquí no había ningún crimen que confesar, había sido solo un comentario lo que había desencadenado esto, aunque en mi defensa todos me apoyaron cuando lo dije.
A veces cuando la gente está muy metida en sus tonteras no se da cuenta de lo que pasa alrededor suyo. Y que tonelada de cosas estaban pasando! Padre había hecho obligatorio la vestimenta y todos debíamos portar una chapita en la solapa de la chaqueta con nuestro animal guía. Ahora me parece un tontera eso de la revolución. Porque debería YO, luchar por los cambios que los otros no hacían? Ahora estaba aquí encerada por lo que hicieron otros, pero para ser sinceros también a causa de algo que dije.
 Deberían decir esto en algún lado; tratar de cambiar las cosas solo las empeora. Me acuerdo cuando Galileo se sacó su chapa y la fue a tirar al inodoro. Madre estaba tan furiosa que cuando la recupero, se la cosió al pecho con hilo curado, “Asi cada vez que respires la sentirás dentro de ti “ –dijo–. Me acuerdo como lloraba en las noches porque no podía dormir, en el almuerzo siempre me decía que ahora soñaba despierto y podía ver las estrellas de día. Tonteras pensaba yo, este está loco… pero ahora que estoy yo aquí,  pienso que no estaría nada mal volverme loca y así poder ver las estrellas.


Mis compañeros me delataron y ahora estoy muda. Madre me saco la lengua porque dijo que no sabría usarla nunca y estaba demás. Sinceramente no sé si sea tan cierto lo que dice Madre, a mí me gustaba mi lengua, podía hablar y cantar. Aunque por otro lado siento que ahora estoy escribiendo verdaderamente bien. Es como si se me hubiera metido el bicho de las letras en mi cabeza, pienso algo y ya está en papel. El otro día le escribí una carta a David diciéndole lo dulce que eran sus ojos y el muy galán llego y me dio un beso… Pueden creerlo, un beso!


Me metí en problemas por lo de la carta a David. Padre, pese a mis protestas me arranco el bichito de cabeza y lo aplasto de un pisotón. Crack.



Ayer después del almuerzo salimos al patio a cultivar la huerta. Con Marie decidimos subirnos a lo más alto del Castaño a ver si podíamos ver el circo que había llegado. Ella dice que vio un elefante en un trapecio, pero yo solo vi una vaca gorda tirando un carro con Leones. Me gustaría estar en el circo y hacer de trapecista creo que sería estupenda en eso.

Otra vez las cague. Nos pillaron bajándonos del Castaño y tremendo reto que nos ha llegado. A Marie, Madre le ha sacado la lengua por mentir sobre el elefante, y a mí me van a llevar al doctor. Dicen que ya no saben qué hacer conmigo y que es mejor que un especialista me revise.
El doctor me saco los ojos! Dijo que los usaba demasiado y que descuidaba mis otros sentidos. Menuda estupidez este doctor! El muy idiota debería tratar de curarme envés de estropearme. Y como este día infame no acaba, cuando llegue choque con la puerta y todos se rieron, incluso Padre. Pueden creerlo?

Me aburrí de meterme en problema asique decidí curarme a mí misma. Fui a la cocina y con uno de los cuchillos me saque el corazón. Padre no lo noto, por otro lado Madre me felicito y dijo que talvez me compraría la muñeca que tanto quería.

Espresar 

sábado, 11 de junio de 2016

Olas de mar

Se trató de una fuerte sacudida. Luego de que la nave se hiciera añicos y aterrizara en esa playa de dimensiones infinitas, El Tercero descendió. No alcanzó a distinguir el cadáver de sus compañeros ni el suyo propio.
Las olas estallaban con suavidad y el día tocaba a su fin. Los colores anaranjados de la puesta de sol abrasaban paulatinamente el azul del cielo. A lo lejos, enfrentando el mar, se veía la hilera de un bosque cada vez más oscuro.
La nave había caído en el mar y para llegar a la arena, El Tercero tuvo que sortear unas olas que no lo mojaron. Al alcanzar la costa, vio a un hombre asando un pez en una frágil fogata.
—Acércate, Juan —dijo suavemente.
El Tercero se acercó.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Hiciste un buen trabajo al pilotear la Patmos.
Y entonces El Tercero se sentó en la arena junto al hombre. No se atrevió a preguntarle quién era; de algún modo, le resultaba conocido.
Una gran calma lo invadió y no decidió no hacer preguntas. El hombre le acercó el pescado y Juan comió en silencio mientras el otro lo miraba. El sol estaba por hundirse en las profundidades del océano.
—¿Cómo fue qué llegaste hasta aquí? —preguntó el hombre.
—Creo que tú lo sabes mejor que yo.
—¿Por qué emprendiste este viaje?
—No lo sé.
Se callaron por un rato. Juan miró cómo se escondía, por fin, el último rayo de luz entre las olas. Ahora el cielo parecía haberse sumido en una calma melancólica.
—¿Por qué me embarqué en esta misión? —preguntó Juan.
El hombre simplemente lo miró, pero no dijo nada.

jueves, 9 de junio de 2016

Tulipanes azules

                                                          
El cielo estaba atiborrado de esponjosas nubes que me hacían dudar si el sol estaba realmente ahí, tiñendo el ambiente de diferentes tonos de gris, generando una sensación de tedio, tristeza y porque no, soledad. Un típico día en Londres.
¡Ahí viene el gordo!- les grité a mis compañeros y escaparon antes de que siquiera terminara la frase. Cobardes.
Tomé mi cepillo para lustrar, el tarro de cera negra y me preparé para lustrar los zapatos del desagradable señor que siempre llegaba comiendo algo al local. Era repulsivo. Su poblado bigote canoso cubría su labio superior y detenía las gotas de sudor que invadían su cara aunque hiciera frío. Pero sin duda, lo peor era el olor. Despedía una ola de olor a cerveza, cigarros y grasa que parecía entrar por cada poro de mi cuerpo dejándome embriagado de su aroma a mugre. Pero lamentablemente, no podía darme el lujo de rechazar a un cliente.
Ese día, apareció con un cigarro en una mano y con una grasienta hamburguesa en la otra. Su peso causaba estragos en mi silla.
Apenas había terminado de sacar los restos de comida de los zapatos de mi cliente más limpio, el Big Ben marcó las 4 de la tarde; lo que significaba que solo tenía veinte minutos para llegar a la estación y decirle lo que había ensayado todo el día. Esta vez estoy seguro de que me atreveré. Pero ¿y si me rechaza? Quizás me falta algo para que mi plan resulte a la perfección, pero ¿qué?… ¡Por supuesto! a todas las mujeres les gustan las flores.
Me dirigí hacia el sur de la ciudad, a la florería más famosa de Inglaterra, cuyo dueño era mi amigo, donde sabía que no me podría equivocar. Pero al llegar, me di cuenta que había celebrado antes de tiempo y la suerte no estaba conmigo. De nuevo. La florería estaba cerrada. Me dirigí hacia el callejón y me senté sobre un basurero, derrotado. Entonces se me ocurrió. ¡El valle! ¡Cómo no lo había pensado antes!
Corrí con todas mis fuerzas por la calle para acortar camino. Esquivé autos y motos, y me escabullí entre dos autobuses rojos. Al llegar al valle, sabía que había tomado la decisión correcta, con esas preciosas flores que plasmaban el color de sus penetrantes ojos no me podría rechazar.
Feliz y orgulloso de mi valentía, le agradecí a las estrellas y planetas porque, después de todo, por fin parecían alinearse a mi favor. Busqué en los bolsillos de mi harapienta chaqueta de cotelé y para mi sorpresa encontré monedas que no sabía que tenía. Me subí a un taxi y me dirigí hacia la estación de trenes.

Nervioso, me baje a toda velocidad y me dirigí hacia la plataforma donde estaba el tren; de ninguna manera dejaría escapar mi ilusión. Ahí estaba ella, radiante como siempre, con el mismo abrigo rojo que llevaba el día en que la vi pasar por la calle donde trabajo por  primera vez. Hoy día le pondría fin a esos interminables días en los que solo podía extrañarla y añorar una relación con una mujer que ni siquiera sabía de mi existencia. Pero ¿por qué estaba arriba del tren? ¿Por qué estaba en el lado equivocado de la ventanilla? Se suponía que no saldría hasta en cinco minutos más. Entonces vi el antiguo reloj análogo de la estación.  Las manecillas señalaban las cuatro veinte. 

                                                                                                      Fernanda A.

miércoles, 8 de junio de 2016

Peludas patas

—¡Papá! ¡Hay una araña cerca del árbol!
Efectivamente, una araña descansaba al lado del árbol, apenas se movía y solo se podía comprobar que no estaba muerta cuando hacía el ademán de estirar una de sus peludas patas.
—Silencio— le dijo su padre mientras se acercaba sigilosamente a la ubicación señalada —no queremos que despierte ¿o sí?—.
El hombre y su hijo se acercaron despacio a la araña, parecía estar durmiendo profundamente.
—¿Has visto un espécimen parecido?— preguntó una joven uniéndose a la pareja. —Es diferente a todas las arañas que hemos visto antes—.
El hombre recogió un palo de entre las hojas desprendidas de los árboles del bosque, y comenzó cuidadosamente a tocarle las patas a la araña con él. El arácnido no se movía.
—¿Podrá ser?— dijo uno de los más ancianos del grupo.
—¿Qué es? ¡¡Cuéntanoslo!!— le dijo uno de los niños del grupo.
—Existe una leyenda que me contaron mis abuelos, la cual escucharon de las bocas de los suyos; una historia que ha sido contada por nuestros antepasados durante muchas generaciones— tomó aire, provocando una pausa en su relato; el silencio sepulcral del lugar mostraba el gran interés con el que el grupo escuchaba la historia — Se cuenta que existe una raza de araña que, al contrario de como suele ser su especie, es lenta, se mueve muy despacio y suele dormir todo el día. Esta es la razón por la que nunca nadie ha logrado ver la longitud de sus quelíceros.
Todos guardaron silencio. Los niños asustados abrazaban a los adultos mientras sus cuerpos tiritaban por culpa del miedo.
—Pero tranquilos, lo más probable es que nunca despierte, sólo lo hace tres veces en su vida, pero cuando lo hace, mejor no estar ahí para verlo.
El silencio había descendido en esa parte del bosque; el grupo miraba con terror a la araña, esperando que ésta no eligiera aquel día para despertar de su largo sueño.
Un ruido interrumpió el momento, el pánico se asomó en los ojos de todos. Se escuchaba como las ramas y hojas crujían bajo un centenar de peludas patas.
Cuando decidieron volver a la realidad y comenzaron a mirar alrededor suyo, ya era muy tarde. Un grupo de arañas gigantes los rodeaba. Bajaron la guardia, algo que los humanos no debían hacer nunca en un apocalipsis arácnido.




Y. Incussus

El reloj cucú

Detuvo su búsqueda por un momento para calmarse. Ya no podía más con los nervios. Su corazón palpitaba con vehemencia causándole un punzante dolor en el pecho. Una gota de sudor frío le corría por la cien. Miro a su alrededor.
A su izquierda su cama descansaba de lado, colchón y sabanas en el piso. Su espalda todavía gritaba las consecuencias de haberla levantado.
Sudor caliente le corrió por la mano, grandes gotas cosquilleaban las yemas de sus dedos. Se las miró. Sangre. Lo pedazos de ampolleta seguían sobre el suelo al lado de la lámpara, la cual había pasado a llevar en el frenesí que había sido la búsqueda.
Papeles, cuadernos y cajones adornaban la superficie a sus pies mientras la ropa que había volado del armario los cubría. Todo abierto, todo vacío. Nada
Recuperando el aliento salió de la habitación con la misma prisa de antes, y, mirando de un lado a otro comenzó a buscar en el resto de la casa. Abría y cerraba cajones solo para volverlos a abrir, pensando que tal vez había dejado de notar algo. Y, es que miraba con tal rapidez en cada lugar que no podía estar seguro de haber buscado bien.
Las horas pasaron y pronto toda la casa llegó a estar en el mismo deplorable estado que su habitación.
Con furia comenzó a botar todo mueble que todavía no había sido revisado, re chequeado y vuelto a revisar.
Sabía que lo había escondido en algún lugar de la casa, pero no podía recordar donde. ¿Sería que alguien más lo habría encontrado antes que él? Imposible.
A través de las cortinas vio que el sol ya se había escondido hace un par de horas y que ahora se encontraba en un oscuro living. Ahí bajo el amparo de la oscuridad se arrodilló desesperanzado.
El reloj cucú aviso las 12 y con ello anunció su sentencia. No lo había encontrado. Pronto llegarían para llevárselo.
Lloraba desconsoladamente cuando el pajarito de madera salió por tercera vez de su casita.

-¡El reloj!

viernes, 3 de junio de 2016

Ruido de avión

Poco a poco, el sol iba escondiéndose entre las montañas. El cielo tornaba sus colores azulados por rojos cada vez más intensos. La temperatura bajaba y el viento arreciaba, pero dentro de la cabina de su corpulento avión, él parecía estar a salvo. El aire presurizado le otorgaba cierta sensación de alivio, a pesar de la creciente velocidad que alcanzaba su máquina.
Los rotores trabajaban sin respiro alguno, incansablemente, como los de ese avión de cuatro alas que viera cuarenta y cinco años atrás, en la parcela en la que creció.
Tendría ocho años por aquel entonces y no sabía que existían las máquinas voladoras.
Recordaba con especial nitidez el ruido furioso de esa avioneta, las altas velocidades que alcanzaba, los colores del sol y del agua que cubrían el fuselaje, y el hecho de que podía ir incluso más alto que los cerros que cercaban la parcela.
En el acto, corrió hasta su casa para contarle de su descubrimiento al abuelo. El viejo esbozó una sonrisa y lo sentó en sus rodillas. Le alzó sus bracitos y jugó con él, haciéndole creer que era un avión. Más tarde lo llevaría a un museo, allá lejos en la ciudad, al ver el creciente interés de su nieto por los aviones, y le contaría que existían muchos tipos de máquinas voladoras, que el que había visto no era el único y que las personas podían manejarlos, no como se conduce a un caballo o a un buey, sino haciéndose uno con ese ingenio mecánico.
Para su corto entendimiento, esta revelación le supuso dejar a un lado su futuro en el campo; después de todo, no solo los chincoles o las mariposas podían volar: él también podría hacerlo alguna vez. Y desde ese día, supo que su destino estaba entre las nubes. Más tarde lo traduciría por una serie de palabras que resonaría con fuerza en su cabeza en los momentos de dificultad: piloto, aviador y otra que era más complicada: aeronauta.
Esa misma Navidad, por regalo recibió una tosca avioneta tallada en madera. El abuelo afirmó que había sido dejada por un viejo de barbas blancas y traje rojo como premio a su buen comportamiento, pero él no se engañaba; su abuelo siempre había sido un eximio artesano.
La avioneta lo acompañó por mucho tiempo. La llevaba al huerto y entre las matas de acelga simulaba una pista de aterrizaje en la que posaba cuidadosamente su juguete. Otras veces, durante las tardes de primavera, iba con su abuela al gallinero y traía consigo el avioncito para perseguir a los pollos antes de que apareciera el gallo.
La mujer —encorvada por setenta y seis largos años y una hija pródiga que no había retornado al hogar— dejaba que el chico persiguiera a los polluelos con su juguete; después de todo, no tenía la culpa de tener una mala madre con la que compartía un solo vínculo: una fotografía apolillada y nada más.
Recordó la de su hijo y sus ojos la buscaron inevitablemente junto a los controles de la cabina, el atardecer cada vez más profundo hacía que la luz fuera más escasa, y la imagen cada vez más imperceptible de apreciar, sin embargo, él la conoce de memoria.
Dos hombres abrazados sonríen orgullosos frente a una avioneta pequeña. Uno alto y robusto, el cabello perfectamente engominado y una amplia sonrisa que forma pequeñas arrugas alrededor de sus penetrantes ojos dándole un aire juguetón, pero sin embargo dejando entrever su edad, a su lado una versión más joven y delgada de él, casi lo alcanza en altura, la sonrisa es casi la misma, pero carece de las arrugas, aún es un niño. Padre e hijo. La última foto que se tomaron juntos luego de que su hijo piloteara por primera vez una avioneta. La excitación en el rostro de su hijo cuando logró controlar la máquina le recordó aquella vez que le obsequió el avión que su abuelo había tallado para él tantos años antes; era un trasto en comparación a sus otros juguetes, sin embargo, Tomás hizo de este su compañero de aventuras, y de su padre, su héroe. El que su hijo quisiera seguir sus pasos siempre lo había llenado de orgullo, aunque nunca lo expresara muy efusivamente, sin embargo, no había nada en ese instante que quisiera menos, le parecía horroroso que hubiera alguna posibilidad de que su hijo terminara como él.
El incesante zumbido del motor, le recordaba a los momentos posteriores a la fotografía cuando se habían despedido con un formal apretón de manos, y se había percatado lo rápido que había pasado el tiempo; aquella mano grande y algo tosca no se parecía en nada a la frágil mano que había sostenido hacía dieciséis años la primera vez que lo tuvo en sus brazos. Él, un hombre acostumbrado a manipular enormes máquinas, a sentir la adrenalina de alcanzar grandes alturas, jamás había experimentado aquel torbellino de emociones inexplicables con algo que parecía tan pequeño, sin embargo, llenaba su corazón como nunca nada ni nadie lo había logrado. La inocencia en su rostro, y sus pequeñas manitos alzándose como intentando alcanzar un mundo que aún le quedaba demasiado grande, lo hicieron prometer que siempre lo protegería. Un torbellino de emociones lo volvía a invadir, al mirar la fotografía ya apenas perceptible bajo la mortífera luz de aquel atardecer. Impotencia, miedo, rabia. Si tan solo pudiera advertirle, si pudiera hacerlo cambiar de parecer, nada servía ahora, era demasiado tarde para aquel fallido héroe.
Los gritos de los pasajeros lo devolvieron a la realidad. El avión caía irremisiblemente. Ya no había vuelta atrás; no volvería a ver a su hijo ni tampoco podría darle el abrazo que habría sellado el lazo que lo unía a él. El juguete de madera que descansaba en la repisa de su habitación ahora lo cubriría el polvo del olvido. Un cúmulo de pensamientos se apilaba en su desesperada cabeza. A su lado, el copiloto con la mirada perdida llamaba a la calma a los pasajeros. La tierra se acercaba cada vez más…

Memorias de Invierno

El cambio de temperatura al salir de la ajetreada casa le acarició suavemente la cara, librándolo de las tensiones. La luna se escondía entre espesas nubes grises que no dejaban ver las  estrellas.
A su espalda todavía se escuchaban las risas y gritos de los miembros de su familia que seguían a la mesa, borrachos de vino y alegría. Insoportables. Los niños yacían dormidos en los sillones, babeando el terciopelo y peleándose las mantas sin despertarse. El fuerte olor a muérdago y licor de huevo se mantenía tercamente en su ropa, sospechaba que pasarían un par de días hasta poder quitárselos. Perfecto.
Deslizó la silla por el escalón torpemente mientras su hermano cerraba la puerta, despidiéndose entre risas del resto de la familia. Incapaz de hacer dos tareas a la vez, su hermano había corrido el paragua dejando su pierna izquierda desprotegida. Supuso que le hubiese dado frío, si la sintiese.
Llegaron al antiguo escarabajo de su padre, y poniendo la silla paralela a la puerta esperó a que su hermano la abriera. Como siempre, lo levantó sin esfuerzo aparente y lo colocó en el asiento del copiloto.
Escuchó el golpe de la puerta trasera al ser cerrada por su fornido “asistente”. Su silla no se plegaba bien, por lo que había tenido dificultades para  guardarla en el baúl del destartalado auto. Se subió empapado, hoy se resfriara. El pensamiento lo alegró, alguna vez que sea él el enfermo. Nada más que una fantasía, estaba seguro, parecía inmune al frío, poseedor de una salud y vigor que solo existía para atormentarlo. A él, en su silla. Luego de decir algo a l,o que no prestó importancia,, prendió el auto.
Estaba oscuro. Las luces se prendieron penetrando en la espesa lluvia. Ahí, en la oscuridad de la noche, parecía como si solo estuviese lloviendo en ese delgado triangulo de luz que parecía extenderse hasta el infinito. Se quedó observándolo, anhelando que su vida, y su mundo pudiesen reducirse a algo tan simple. Sin dolores, sin necesitar la ayuda de nadie para nada, sin una familia que lo trataba con demasiado cuidado y cariño, recordándole de forma constante su condición. Si tan solo pudiese penetrar en la lluvia, en cada gota que caía con vehemencia y perderse en ella. Cumpliendo así, su único propósito. Comenzando y terminando su existencia en el rango del haz de luz. Un par de segundos.
No notó cuando el auto empezó a moverse, ni escucho el constante balbuceo de su hermano, el cual parecía volverse especialmente conversador al manejar. Lo único que existía era esa pequeña área de lluvia iluminada, que se convertía en copos de nieve.
Se sentía atraído, e  incluso aunque hubiese querido apartar la vista ya no estaba seguro de poder.
La nieve comenzaban ya a cubrir los muebles del jardín. A su lado, su señora disfrutaba su imperdible café matutino.
Respiró una bocanada de aire puro, e, interrumpiendo el silencio, le preguntó si le gustaría salir a dar un paseo en bicicleta.
-Estas loco? -Contestó desconcertada.- Debe haber cinco grados bajos cero, porque querrías salir con este frío?
-Y porque no? Contestó él sonriendo. La belleza del entorno lo tenía especialmente alegre,
Reacia, decidió acompañarlo. El parque que se extendía detrás de la casa,  recorría una suave pendiente. Se adentraron cada vez más en el bosque, siempre subiendo. El aire frío llenaba sus pulmones y lo motivaba a subir cada vez más. Su señora, ya hace un par de minutos, se había detenido a mitad de camino, esperando sentada en un árbol caído.
-no vayas muy lejos, deberíamos volver a la casa, no me quiero enfermar.
Ya arriba, le dedicó una corta mirada al paisaje y comenzó el descenso. Los copos de nieve golpeaban su cara, y el viento le hacía entrecerrar los ojos. Con los pies en los pedales,bajaba a toda velocidad por entre los árboles que, como las gotas, comenzaban y dejaban de existir, al pasar a su derecha e izquierda.
A mitad de camino, se cruzó un animal que no pudo distinguir, al esquivarlo perdió el control. La rueda trasera pasó sobre su cabeza y  ambos, hombre y bicicleta rodaron colina abajo. Lo que vino después no fue más que una mezcla de sensaciones y miedos. En la violencia del descenso sintió el contacto de la roca fría sobre su espalda baja.
Todo se oscureció.
Tres días después, despertó en el hospital. Desorientado vio a su hermano y a sus padres, pero, donde estaba ella?


-Despertó! – gritó su madre y todos se precipitaron al borde de su cama.
-qué pasó?- preguntó.
-No te preocupes, tienes que descansar- contestó su padre
- Dónde está Emilia?
- Todo está bien hijo, trata de dormir- dijo su madre tratando de convencerse a sí misma
- Dónde está mi esposa?! Gritó desesperado
Supo por la cara de desolación de su familia que algo no estaba bien
-Agustín- Dijo su padre.- Ha pasado algo terrible … tus piernas... Emilia se ha ido..

-Agustín.. – Agustín.. Agustín!
Qué?! Respondió sin saber quien lo llamaba. La voz de su hermano se mezclaba con el sonido del granizo contra el capó. Habían llegado.  
-Vas a quedarte ahí toda la noche? súbete a la silla y entremos a la casa.