domingo, 10 de julio de 2016

Acto fallido

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural

Las ruinas circulares

Esa mañana, cuando llamaron a su puerta, Julián nunca hubiera imaginado que se encontraría con un tipo como aquel. Salvo por esos ojos grises, la persona que esperaba franquear el umbral de su consulta era exactamente igual a él.
Julián se hizo a un lado y dejó pasar al sujeto. Lo condujo hasta un cómodo sillón y luego se sentó frente a él en un sencillo banco de madera.
Antes de que Julián pudiera presentarse o preguntarle el motivo de su visita, el paciente comenzó a hablarle, atropelladamente, como si tuviera prisa. Parecía que su visita conocía los procedimientos protocolares que anteceden a la primera consulta con un psicólogo, porque no hizo falta que le preguntara sobre su familia, sus relaciones personales o el motivo mismo que lo trajo hasta ahí. Julián se limitó, pues, a anotar cada palabra del paciente en su bloc.
Cuando este hubo terminado de hablar y Julián, hubo acabado de escribir los antecedentes, se percató de que no le había preguntado por su nombre. Obviamente lo había visto en la planilla de las visitas de ese día, pero el destino se lo había arrebatado de su memoria de perro viejo. Aquel error era imperdonable en un facultativo de su porte. Años de estudio en una universidad de primer nivel. Luego, una especialización en el extranjero que le había supuesto muchas noches en vela e ingentes cantidades de café. Había llegado más lejos que cualquiera de su promoción, pero justo esa mañana había olvidado el nombre del paciente.
Levantó la mirada del bloc hacia el sujeto que yacía apoltronado en el sillón, pero, cosa curiosa, las palabras no salieron de su boca. El paciente lo miraba fijamente, esperando un veredicto luego de su cháchara protocolar. Julián nuevamente hizo un esfuerzo para articular una frase inteligible, un ¿cuál es su nombre, caballero? o algo por el estilo, casi como si se tratara de una informalidad, y, no obstante, sabía lo absurdo de esa pregunta. Quizá fue el cansancio de una semana pesada, de un semestre aplastante y, aunque se reconocía distraído, le parecía imperdonable su actitud para con el hombre que lo miraba con fijeza.
—No hace falta que me pregunte mi nombre, Julián. Yo ya sé el suyo y con eso basta —dijo tranquilamente el sujeto.
Julián se tranquilizó; al fin y al cabo, si el mismo paciente vio poca cosa en la falta que cometiera, luego se encargaría de revisar en la planilla la información que requería.
Pero, tal como le había ocurrido con el nombre, al tratar de preguntarle algo, las palabras no acudieron nuevamente a su boca. Aparecían claras en su mente, pero Julián esa mañana, era incapaz de proferirlas con la llaneza que lo caracterizaba.
—No hace falta tampoco que me pregunte algo más, Julián. Yo ya sé qué me quiere preguntar.
Y acto seguido, su paciente se explayó sobre el origen de su problema. Le resumió en pocas palabras que día y noche, al escribir acaloradamente un par de líneas de la novela que iba adquiriendo forma en su escritorio, no podía encontrar una solución para salvar al protagonista. Se había encariñado enormemente de este y si bien el relato exigía, por constitución interna, la muerte inminente del personaje, su paciente estaba haciendo lo posible por evitarla.
Julián seguía sin poder hablar, pero en su fuero interno pensó que semejante estupidez no podía ser razón para visitarlo. Para esas fruslerías, bien podía acudir a un profesor de literatura o a un crítico literario, pero no a un psicólogo.
—Lo sé, Julián. Lo sé. Pero tampoco lo han podido resolver los académicos que he visitado. Me dicen que la solución está en mí. Ellos no pueden intervenir en el proceso creativo de una novela que no les pertenece.
Julián sintió escalofríos, ¿cómo había podido adivinar sus pensamientos?
Y, como si nuevamente, hubiera estado pensando en voz alta, el paciente le contestó:
—No se preocupe, por eso, Julián. No es trascendente para mi problema.
Tantos años de preparación y noches que había pasado con la mente enfrascada en largos textos de Jung, Freud y Lacan, que ahora parecían evaporarse en una neblina húmeda y distante, no lo habían preparado para una situación como esa. Ni siquiera podía recordar cuándo había estudiado a esos autores. Su paranoia se intensificó con violencia.
—Tranquilo, Julián. Ya todo terminará. Usted nunca estudió a esos autores. Jamás abrió un libro de ellos… es más, yo lo hice.
Poco a poco, la figura familiar del paciente, salvo por esos ojos grises, fue adquiriendo sentido. Ya conocía su nombre, pero temía pronunciarlo. La sola idea parecía descabellada, sacada quizá del peor libreto de Hollywood. Julián consultó nuevamente sus notas.
El paciente gustaba de la misma música que alguna vez escuchara él, amaba los perros y a ratos se debatía entre la más angustiante preocupación y la más lánguida de las calmas posibles. En definitiva, parecían haber sido pintados con la misma brocha en muchos aspectos.
—¡¿Quién eres, maldita sea?! —dijo al fin, Julián, como si sus labios se hubieran abierto por acción de un demiurgo malicioso, no por propia voluntad.
—Eso no importa, Julián —hizo una pausa que pareció eterna—. Pero usted no ha logrado ayudarme. Quizá fue por mi culpa. Lo lamento. Creo que mi problema no tiene solución. Lo siento mucho. Yo no quise que corrieras este futuro.
Acto seguido, Julián se desplomó de su banco de madera. La consulta se desvaneció en las tinieblas y ya no sintió nada más.

—Domingo, ¡atina, poh! Hace rato que estoy sosteniendo tu mojito, ¿terminaste de anudarte los zapatos?
—Sí, perdona. Estaba pensando en el final de mi cuento. Creo que el psicólogo se muere al final, no sé. ¿Qué te parece?
—¿Cómo se te ocurrió? —su compañero se río estruendosamente—. ¿Trataste de hablar con él, acaso?

Para Domingo, de Felipe

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