Poco a poco, el sol iba escondiéndose entre las montañas. El cielo
tornaba sus colores azulados por rojos cada vez más intensos. La temperatura
bajaba y el viento arreciaba, pero dentro de la cabina de su corpulento avión,
él parecía estar a salvo. El aire presurizado le otorgaba cierta sensación de
alivio, a pesar de la creciente velocidad que alcanzaba su máquina.
Los rotores trabajaban sin respiro alguno,
incansablemente, como los de ese avión de cuatro alas que viera cuarenta y
cinco años atrás, en la parcela en la que creció.
Tendría ocho años por aquel entonces y no sabía que
existían las máquinas voladoras.
Recordaba con especial nitidez el ruido furioso de
esa avioneta, las altas velocidades que alcanzaba, los colores del sol y del
agua que cubrían el fuselaje, y el hecho de que podía ir incluso más alto que
los cerros que cercaban la parcela.
En el acto, corrió hasta su casa para contarle de su
descubrimiento al abuelo. El viejo esbozó una sonrisa y lo sentó en sus
rodillas. Le alzó sus bracitos y jugó con él, haciéndole creer que era un
avión. Más tarde lo llevaría a un museo, allá lejos en la ciudad, al ver el
creciente interés de su nieto por los aviones, y le contaría que existían
muchos tipos de máquinas voladoras, que el que había visto no era el único y
que las personas podían manejarlos, no como se conduce a un caballo o a un
buey, sino haciéndose uno con ese ingenio mecánico.
Para su corto entendimiento, esta revelación le
supuso dejar a un lado su futuro en el campo; después de todo, no solo los
chincoles o las mariposas podían volar: él también
podría hacerlo alguna vez. Y desde ese día, supo que su destino estaba entre
las nubes. Más tarde lo traduciría por una serie de palabras que resonaría con
fuerza en su cabeza en los momentos de dificultad: piloto, aviador y otra
que era más complicada: aeronauta.
Esa misma Navidad, por regalo recibió una tosca
avioneta tallada en madera. El abuelo afirmó que había sido dejada por un viejo
de barbas blancas y traje rojo como premio a su buen comportamiento, pero él no
se engañaba; su abuelo siempre había sido un eximio artesano.
La avioneta lo acompañó por mucho tiempo. La llevaba
al huerto y entre las matas de acelga simulaba una pista de aterrizaje en la
que posaba cuidadosamente su juguete. Otras veces, durante las tardes de
primavera, iba con su abuela al gallinero y traía consigo el avioncito para
perseguir a los pollos antes de que apareciera el gallo.
La mujer —encorvada por setenta y seis largos años y
una hija pródiga que no había retornado al hogar— dejaba que el chico
persiguiera a los polluelos con su juguete; después de todo, no tenía la culpa
de tener una mala madre con la que compartía un solo vínculo: una fotografía
apolillada y nada más.
Recordó la de su hijo y sus ojos la buscaron
inevitablemente junto a los controles de la cabina, el atardecer cada vez más
profundo hacía que la luz fuera más escasa, y la imagen cada vez más
imperceptible de apreciar, sin embargo, él la conoce de memoria.
Dos hombres abrazados sonríen orgullosos frente a
una avioneta pequeña. Uno alto y robusto, el cabello perfectamente engominado y
una amplia sonrisa que forma pequeñas arrugas alrededor de sus penetrantes ojos
dándole un aire juguetón, pero sin embargo dejando entrever su edad, a su lado
una versión más joven y delgada de él, casi lo alcanza en altura, la sonrisa es
casi la misma, pero carece de las arrugas, aún es un niño. Padre e hijo. La
última foto que se tomaron juntos luego de que su hijo piloteara por primera
vez una avioneta. La excitación en el rostro de su hijo cuando logró controlar
la máquina le recordó aquella vez que le obsequió el avión que su abuelo había
tallado para él tantos años antes; era un trasto en comparación a sus otros
juguetes, sin embargo, Tomás hizo de este su compañero de aventuras, y de su
padre, su héroe. El que su hijo quisiera seguir sus pasos siempre lo había
llenado de orgullo, aunque nunca lo expresara muy efusivamente, sin embargo, no
había nada en ese instante que quisiera menos, le parecía horroroso que hubiera
alguna posibilidad de que su hijo terminara como él.
El incesante zumbido del motor, le recordaba a los
momentos posteriores a la fotografía cuando se habían despedido con un formal
apretón de manos, y se había percatado lo rápido que había pasado el tiempo;
aquella mano grande y algo tosca no se parecía en nada a la frágil mano que
había sostenido hacía dieciséis años la primera vez que lo tuvo en sus brazos.
Él, un hombre acostumbrado a manipular enormes máquinas, a sentir la adrenalina
de alcanzar grandes alturas, jamás había experimentado aquel torbellino de
emociones inexplicables con algo que parecía tan pequeño, sin embargo, llenaba
su corazón como nunca nada ni nadie lo había logrado. La inocencia en su
rostro, y sus pequeñas manitos alzándose como intentando alcanzar un mundo que
aún le quedaba demasiado grande, lo hicieron prometer que siempre lo
protegería. Un torbellino de emociones lo volvía a invadir, al mirar la
fotografía ya apenas perceptible bajo la mortífera luz de aquel atardecer. Impotencia,
miedo, rabia. Si tan solo pudiera advertirle, si pudiera hacerlo cambiar de
parecer, nada servía ahora, era demasiado tarde para aquel fallido héroe.
Los gritos de los pasajeros lo devolvieron a la
realidad. El avión caía irremisiblemente. Ya no había vuelta atrás; no volvería
a ver a su hijo ni tampoco podría darle el abrazo que habría sellado el lazo
que lo unía a él. El juguete de madera que descansaba en la repisa de su
habitación ahora lo cubriría el polvo del olvido. Un cúmulo de pensamientos se
apilaba en su desesperada cabeza. A su lado, el copiloto con la mirada perdida
llamaba a la calma a los pasajeros. La tierra se acercaba cada vez más…
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