viernes, 3 de junio de 2016

Ruido de avión

Poco a poco, el sol iba escondiéndose entre las montañas. El cielo tornaba sus colores azulados por rojos cada vez más intensos. La temperatura bajaba y el viento arreciaba, pero dentro de la cabina de su corpulento avión, él parecía estar a salvo. El aire presurizado le otorgaba cierta sensación de alivio, a pesar de la creciente velocidad que alcanzaba su máquina.
Los rotores trabajaban sin respiro alguno, incansablemente, como los de ese avión de cuatro alas que viera cuarenta y cinco años atrás, en la parcela en la que creció.
Tendría ocho años por aquel entonces y no sabía que existían las máquinas voladoras.
Recordaba con especial nitidez el ruido furioso de esa avioneta, las altas velocidades que alcanzaba, los colores del sol y del agua que cubrían el fuselaje, y el hecho de que podía ir incluso más alto que los cerros que cercaban la parcela.
En el acto, corrió hasta su casa para contarle de su descubrimiento al abuelo. El viejo esbozó una sonrisa y lo sentó en sus rodillas. Le alzó sus bracitos y jugó con él, haciéndole creer que era un avión. Más tarde lo llevaría a un museo, allá lejos en la ciudad, al ver el creciente interés de su nieto por los aviones, y le contaría que existían muchos tipos de máquinas voladoras, que el que había visto no era el único y que las personas podían manejarlos, no como se conduce a un caballo o a un buey, sino haciéndose uno con ese ingenio mecánico.
Para su corto entendimiento, esta revelación le supuso dejar a un lado su futuro en el campo; después de todo, no solo los chincoles o las mariposas podían volar: él también podría hacerlo alguna vez. Y desde ese día, supo que su destino estaba entre las nubes. Más tarde lo traduciría por una serie de palabras que resonaría con fuerza en su cabeza en los momentos de dificultad: piloto, aviador y otra que era más complicada: aeronauta.
Esa misma Navidad, por regalo recibió una tosca avioneta tallada en madera. El abuelo afirmó que había sido dejada por un viejo de barbas blancas y traje rojo como premio a su buen comportamiento, pero él no se engañaba; su abuelo siempre había sido un eximio artesano.
La avioneta lo acompañó por mucho tiempo. La llevaba al huerto y entre las matas de acelga simulaba una pista de aterrizaje en la que posaba cuidadosamente su juguete. Otras veces, durante las tardes de primavera, iba con su abuela al gallinero y traía consigo el avioncito para perseguir a los pollos antes de que apareciera el gallo.
La mujer —encorvada por setenta y seis largos años y una hija pródiga que no había retornado al hogar— dejaba que el chico persiguiera a los polluelos con su juguete; después de todo, no tenía la culpa de tener una mala madre con la que compartía un solo vínculo: una fotografía apolillada y nada más.
Recordó la de su hijo y sus ojos la buscaron inevitablemente junto a los controles de la cabina, el atardecer cada vez más profundo hacía que la luz fuera más escasa, y la imagen cada vez más imperceptible de apreciar, sin embargo, él la conoce de memoria.
Dos hombres abrazados sonríen orgullosos frente a una avioneta pequeña. Uno alto y robusto, el cabello perfectamente engominado y una amplia sonrisa que forma pequeñas arrugas alrededor de sus penetrantes ojos dándole un aire juguetón, pero sin embargo dejando entrever su edad, a su lado una versión más joven y delgada de él, casi lo alcanza en altura, la sonrisa es casi la misma, pero carece de las arrugas, aún es un niño. Padre e hijo. La última foto que se tomaron juntos luego de que su hijo piloteara por primera vez una avioneta. La excitación en el rostro de su hijo cuando logró controlar la máquina le recordó aquella vez que le obsequió el avión que su abuelo había tallado para él tantos años antes; era un trasto en comparación a sus otros juguetes, sin embargo, Tomás hizo de este su compañero de aventuras, y de su padre, su héroe. El que su hijo quisiera seguir sus pasos siempre lo había llenado de orgullo, aunque nunca lo expresara muy efusivamente, sin embargo, no había nada en ese instante que quisiera menos, le parecía horroroso que hubiera alguna posibilidad de que su hijo terminara como él.
El incesante zumbido del motor, le recordaba a los momentos posteriores a la fotografía cuando se habían despedido con un formal apretón de manos, y se había percatado lo rápido que había pasado el tiempo; aquella mano grande y algo tosca no se parecía en nada a la frágil mano que había sostenido hacía dieciséis años la primera vez que lo tuvo en sus brazos. Él, un hombre acostumbrado a manipular enormes máquinas, a sentir la adrenalina de alcanzar grandes alturas, jamás había experimentado aquel torbellino de emociones inexplicables con algo que parecía tan pequeño, sin embargo, llenaba su corazón como nunca nada ni nadie lo había logrado. La inocencia en su rostro, y sus pequeñas manitos alzándose como intentando alcanzar un mundo que aún le quedaba demasiado grande, lo hicieron prometer que siempre lo protegería. Un torbellino de emociones lo volvía a invadir, al mirar la fotografía ya apenas perceptible bajo la mortífera luz de aquel atardecer. Impotencia, miedo, rabia. Si tan solo pudiera advertirle, si pudiera hacerlo cambiar de parecer, nada servía ahora, era demasiado tarde para aquel fallido héroe.
Los gritos de los pasajeros lo devolvieron a la realidad. El avión caía irremisiblemente. Ya no había vuelta atrás; no volvería a ver a su hijo ni tampoco podría darle el abrazo que habría sellado el lazo que lo unía a él. El juguete de madera que descansaba en la repisa de su habitación ahora lo cubriría el polvo del olvido. Un cúmulo de pensamientos se apilaba en su desesperada cabeza. A su lado, el copiloto con la mirada perdida llamaba a la calma a los pasajeros. La tierra se acercaba cada vez más…

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