El
cielo estaba atiborrado de esponjosas nubes que me hacían dudar si el sol
estaba realmente ahí, tiñendo el ambiente de diferentes tonos de gris, generando
una sensación de tedio, tristeza y porque no, soledad. Un típico día en
Londres.
¡Ahí
viene el gordo!- les grité a mis compañeros y escaparon antes de que siquiera
terminara la frase. Cobardes.
Tomé
mi cepillo para lustrar, el tarro de cera negra y me preparé para lustrar los
zapatos del desagradable señor que siempre llegaba comiendo algo al local. Era
repulsivo. Su poblado bigote canoso cubría su labio superior y detenía las
gotas de sudor que invadían su cara aunque hiciera frío. Pero sin duda, lo peor
era el olor. Despedía una ola de olor a cerveza, cigarros y grasa que parecía
entrar por cada poro de mi cuerpo dejándome embriagado de su aroma a mugre. Pero lamentablemente, no podía darme el lujo de rechazar a un cliente.
Ese
día, apareció con un cigarro en una mano y con una grasienta hamburguesa en la
otra. Su peso causaba estragos en mi silla.
Apenas
había terminado de sacar los restos de comida de los zapatos de mi cliente más limpio, el Big Ben marcó las 4 de la
tarde; lo que significaba que solo tenía veinte minutos para llegar a la
estación y decirle lo que había ensayado todo el día. Esta vez estoy seguro de que
me atreveré. Pero ¿y si me rechaza? Quizás me falta algo para que mi plan
resulte a la perfección, pero ¿qué?… ¡Por supuesto! a todas las mujeres les
gustan las flores.
Me
dirigí hacia el sur de la ciudad, a la florería más famosa de Inglaterra, cuyo dueño era mi amigo, donde
sabía que no me podría equivocar. Pero al llegar, me di cuenta que había
celebrado antes de tiempo y la suerte no estaba conmigo. De nuevo. La florería estaba cerrada. Me dirigí hacia el callejón y
me senté sobre un basurero, derrotado. Entonces se me ocurrió. ¡El valle! ¡Cómo
no lo había pensado antes!
Corrí
con todas mis fuerzas por la calle para acortar camino. Esquivé autos y motos,
y me escabullí entre dos autobuses rojos. Al llegar al valle, sabía que había
tomado la decisión correcta, con esas preciosas flores que plasmaban el color de sus penetrantes ojos no me podría
rechazar.
Feliz
y orgulloso de mi valentía, le agradecí a las estrellas y planetas porque,
después de todo, por fin parecían alinearse a mi favor. Busqué en los bolsillos de mi harapienta chaqueta de cotelé y para mi sorpresa encontré monedas que no sabía que tenía. Me subí a un taxi y me
dirigí hacia la estación de trenes.
Nervioso,
me baje a toda velocidad y me dirigí hacia la plataforma donde estaba el tren; de ninguna manera dejaría escapar mi ilusión. Ahí estaba ella, radiante como siempre, con el mismo abrigo
rojo que llevaba el día en que la vi pasar por la calle donde trabajo por primera vez. Hoy día le pondría fin a esos interminables días en los que solo podía extrañarla y añorar una relación con una mujer que ni siquiera sabía de mi existencia. Pero ¿por qué estaba arriba del
tren? ¿Por qué estaba en el lado equivocado de la ventanilla? Se suponía que no
saldría hasta en cinco minutos más. Entonces vi el antiguo reloj análogo de la estación. Las manecillas señalaban las cuatro veinte.
Fernanda A.
Puras cosas buenas:
ResponderEliminarTu estilo de escribir hace siempre placentero leer algo tuyo. Desde la primera línea ahí están, las palabras más lindas, ordenadas de forma tal de emocionarnos y conmovernos.
Me gusta mucho cómo se ve lo platónico de esta relación. Bien como lo dejaste entrever!