Cristina
estaba cansada. El largo camino a casa se había visto interrumpido por un
tráfico en exceso lento. Se llevó la mano a la oreja y jugueteó con uno de sus
colgantes.
Si tan solo pudiera hablarle a mi
hijo, pensó. Frente a ella cruzó un motociclista imprudente que le arrancó un
improperio. Golpeó los bordes del volante hecha una furia. ¿Por qué no pudo
aguantarse este cabro de porquería? Sus dedos se crispaban con rabia.
La fila avanzó y Cristina, antes protegida del
sol por un edificio, quedó de lleno contra el este. Trató de cubrirse con la
visera del auto, pero al abrirla, se rompió. Se sobó las manos nerviosas,
arrancándose uñas mal cortadas. ¿Y este taco cuando avanzará? Tocó la bocina y
suspiró.
Igual que su padre… igualito el perla.
Recordó aquellos días que en el pasado se habían mostrado dichosos. Vio la
sonrisa de Claudio y sintió nuevamente la brisa marina, el sol apacible y el
ruido de las olas. Claudio la estrechaba contra sí y sus latidos se confundían
con el ruido del mar. Tomás, el pequeño Tomasito, apareció corriendo con un
avión de juguete y se unió al abrazo.
Atrás alguien tocó rabiosamente la
bocina y Cristina volvió a la realidad La fila había avanzado bastante. Aceleró
y ganó el espacio perdido.
Pero al pisar el pedal de freno no
pasó nada.
El impacto fue seco, sin mayores
sobresaltos, pero el parachoques del vecino delantero quedó hecho trizas. La
patente colgaba de un tornillo chirriante.
Cristina se apeó del vehículo para
hablar con el afectado. Balbuceó unas disculpas. Sí, no se preocupe, señor.
Tengo seguro, yo me responsabilizo.
Pero Cristina no estaba pendiente de
sus propias palabras y lentamente, apareció con crueldad un último recuerdo.
Se calló.
El tiempo, congelado, hecho hielo,
la transportó a esa tarde nublada. Ahí estaba Claudio y en un departamento
mohoso lo debía estar esperando Alejandra. El bastardo, sin duda, adulteraría
el auto, cortaría los frenos, qué se yo…, pero no me dejaría ir tras él.
El dueño del auto afectado trató de
espabilar a Cristina, pero ella ya no lo escuchaba. Una lágrima bajó por su
mejilla.
Igualito a su padre, sollozó.
Isaac Spaulding.
Genial, me gustan harto las transiciones entre recuerdos y los problemas típicos del tráfico, y la sensación de "todo me sale mal" queda muy bien expresada.
ResponderEliminarMe gusta...me gusta, ese "igualito a su padre" me impacta, siento que siempre escuchamos ese tipo de frases, pero a veces pueden ser tan impactantes... también, me gusta esa mezcla entre realidad y recuerdos, se me hace muy realista
ResponderEliminarEs un cuento potente que te va dando capas y capas de significado, te obliga a releer y a quedar un poco adentro. Muy bueno. Uno quiere más, eso siempre es bueno.
ResponderEliminarCreo que ahora cacho más tu estilo, tu pluma clásica en situaciones contemporáneas. Bien. Solo me llama la atención el recurso del improperio, igual que en tu siguiente cuento. Todos tenemos nuestras muletillas, a mí me encanta la palabra "salpicar" (para emociones), pero de pronto no hay que usarlas tanto.
Nota de la vida: La achuntaste con el nombre del hijo!