Despertó,
como todas las mañanas de los últimos meses con el ruido de los primeros
camiones que pasaban por su puente. Iban a la construcción del más reciente
centro de oficinas financieras en construcción.
El polvo
caía por entre las conexiones del concreto; “Los construyen con espacios porque
el cemento se agranda con el calor” le dijo alguna vez un amigo. Uno de muchos
que había tenido a lo largo de los años, uno de muchos que no sobrevivió el
invierno del 98. La idea le parecía absurda, como era posible que algo tan duro
como el cemento se agrandara con el calor. Ridículo.
Vivía desde
hace años bajo el mismo puente y jamás había notado ningún cambio, ni en los
más calurosos de los días.
Se quedó
unos minutos acostado, mirando hacia arriba (por entre los hoyos y uniones de
su carpa de harapos) como el polvo que caía de los camiones transportando
tierra tomaba un color amarillento y rojizo a la luz del amanecer. Toneladas
pasando por sobre su cabeza. Una mañana más, otro día más.
De una
sacudida se levantó y salió de su pequeña guarida. El aire tenía un sabor
especial esa mañana, como limpio y dulce, algo que no creía
posible en el pequeño gueto en el que vivía, allí debajo del puente. El sol se
reflejaba en el río como en un espejo y la luz lo encandiló.
Miró
alrededor y noto que ya habían prendido el primer fuego de la mañana. Un tambor
de basura cortado a lo largo y sostenido de forma horizontal sobre cuatro
piedras calentaba un hombre que había decidido levantarse temprano. O tal vez
no podía dormir.
La pared
lateral de lo que alguna vez fue un carro de supermercado descansaba sobre el
tambor, y sobre ella, una antigua tetera
de aluminio y dos panes tomaban temperatura.
Su estómago
rugió.
Haciendo
caso a lo que su cuerpo le pedía, se sentó al lado de su vecino y compañero de
comidas. En silencio acercó su tazón y el hombre le sirvió un aguado té hecho
con una bolsa usada desde hace ya 3 días. Recordó las conversaciones matutinas
que tenían antes que la sobredosis que casi se lleva a su compañero. Después de
ese accidente nunca más pudo decir otra cosa que un par palabras. Una asistente
social alguna vez le explicó que tenía que ver con su cerebro, no había quedado
bien de la cabeza.
Con una
sonrisa, y justo antes de tomar su desayuno, le puso la mano sobre el hombro
dándole una pequeña sacudida. Un bien recibido y necesitado gesto de cariño, el
balbuceo que vino como respuesta parecía indicar una reciprocidad de
sentimientos.
Con su tazón
en una mano, y su pan en la otra se dispuso a desayunar. Luego del primer sorbo
noto una figura que merodeaba en su visión periférica. El más nuevo de todos,
un niño de doce años, delgado hasta los huesos y con dos ojos azules que, si se
les quedaba mirando por mucho tiempo, daban la sensación de ahogarse en un mar
de tristeza. Su madre había muerto hace ya dos meses y su padre los había
abandonado hace años. Con ningún familiar que lo quisiera y ya en la pobreza,
no había pasado mucho tiempo hasta que terminó debajo del puente. Todos lo
hacían.
Le indicó
que se sentase alrededor del fuego, y cortando su ración por la mitad se la
entregó.
“Tienes que
aprender mendigar sino, te vas a morir de hambre” le dijo mientras el niño lo
miraba con ojos llenos de agradecimiento.
Termino lo
poco de pan que le quedaba y continuó su rutina. Se sumergió en el rio y trató
de limpiarse lo mejor que pudo, sin jabón y en un rio de agua turbia.
Secó sus
ropas y luego de ordenar sus pertenencias y esconder cualquier cosa que tuviese
algún valor subió por el costado del puente. Como todas las mañanas se dio
vuelta para observar el montón de carpas de tela, carros de supermercado y
personas sin techo. La ciudad de tela. Un mundo debajo de un puente.
Dando media
vuelta se dirigió a la ciudad.
Un día como
cualquier otro.
Casi
llegando a la intersección en la que usualmente pedía dinero por las mañanas y
luego de ayudar a una anciana a cruzar la calle, tomó su usual desvío a “Le
Rivage”. El café con vista al parque tenía una amplia terraza donde estaba ella,
en su uniforme negro con delantal blanco. Ordenando las mesas y sillas. Su
belleza resplandecía por entre una melena de pelo negro y liso, y dos
esmeraldas resaltaban por entre la larga chasquilla.
Y, como
todas las mañanas, le ofreció su ayuda. Y como todas las mañanas se volvió a
enamorar de esa sonrisa, de una risa que hacía que le doliera el pecho de solo
recordarla.
Era ella quien
lo mantenía vivo; el pan de la mañana, la manta extra en invierno, la sopa en
el refugio, todo esto no eran más que complementos. Lo que realmente hacía que
se levantara cada día era el ordenar sillas en la mañana y guardarlas en la
tarde. 40 minutos diarios del más sublime placer. Sabía que nunca iba a pasar nada
más que eso. No importaba, era suficiente.
Habiendo
terminado la esperada actividad matutina recibió su usual café y sándwich que
su amor le preparaba cada vez que la ayudaba, y se puso en camino a su
siguiente parada.
El
Kiosko de periódicos del señor Gambino
seguía estando en la misma esquina luego de ya casi 40 años. Luego de ayudarlo
a mover los estantes de periódicos, y ordenar las más nuevas ediciones de las
revistas de chismes de celebridades, se sentaron en el banco de enfrente para
la práctica de lectura. El señor Gambino le había ensañado a leer, y todos los
días practican un poco, leyendo alguno que otro libro o el periódico.
El mundo
alrededor comenzaba a despertar mientras un mendigo sentado al lado de un
anciano, ambos de piernas cruzadas, café y periódico en mano conversaban por la
mañana.
El parque
enmarcaba la escena mientras se reían de los cuentos que el señor Gambino le
contaba, sobre las últimas locuras de su nieto tratando de conquistar mujeres.
Siendo ya
las 8 am era hora de aprovechar el tráfico de los oficinistas. Caminaba entre
los autos recibiendo una que otra moneda. Agradeciendo siempre con una sonrisa
y algún comentario agradable, sobre las corbatas, las blusas, o simplemente
deseando suerte en el trabajo, cambiando así, y como por arte de magia, el
ánimo de personas estresadas, que solo pensaban en el siguiente informe, tal o
cual cliente, siempre al teléfono, siempre apurados.
Los
campanazos de la catedral marcaron las doce. Hora de almorzar.
En la
mañana, mientras ordenaban las sillas con ella,
lo había invitado a almorzar, tenía el turno libre y quería decirle algo.
Con el
ajetreo de la mañana se había olvidado y las campanas le habían recordado de
golpe. De pronto el pecho le palpitaba con fuerza y su boca se secó. Con una
tormenta de sentimientos comenzó a fantasear sobre qué tendría que decirle. Que
siempre lo quiso, que quería que viviera con ella, que…
Se sacudió a
sí mismo. No le hacía bien armarse esperanzas de cosas que jamás podían pasar.
Tratando de
distraerse comenzó a observar a sus conciudadanos, un niño comprando un helado,
la mayor felicidad rebosando en su mirada mientras apreciaba su tesoro, una
joven pareja esperando un hijo, el abrazo de dos amigos encontrándose en la
calle, todas pequeñas dosis de alegría para un hombre que tenía su corazón en
el corazón de todos los demás.
Se
sorprendió al darse cuenta que ya había llegado al café. Como siempre que iba y
ella no estaba tuvo que esperar afuera; “inquietas a los clientes” le decían, y
el entendía, alguna vez había sido uno de esos clientes que daban miradas
nerviosas a los mendigos.
A los pocos
minutos, la dueña de sus pensamientos apareció en la acera contraria. Sonriendo
y saludando cruzó apresuradamente. Bajo el brazo tenía un paquete,
perfectamente empacado, un regalo. Un calor repentino le invadió el pecho, no
alcanzó a levantar la mano para saludar.
El bus
apareció como de la nada…
Ugh, Konstantin! que triste el final...me dejó un sabor amargo, pues el mendigo era un personaje entrañanble, muy alegre....te encariñas con él para luego tener un final abierto e inconcluso....de todos modos, está lindo el cuento, sigue así
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