Pronto los cambiarían de lugar. Aquel viejo caserón, donde Patricio y
Miguel habían dejado a don Luis unos años atrás, se caía a pedazos, de modo que
la administración decidió que lo mejor para los residentes era un traslado a
nuevas instalaciones. Habían organizado primero una charla con los familiares y
habían hablado largamente sobre las bondades del nuevo terreno. Luego, habían
hablado con sus huéspedes. El folleto de las dos reuniones aseguraba que la
nueva casa contaba con un amplio parque, bancas de piedra y una terraza con
mesas de vidrio y reposeras acolchadas.
Pero a don Luis nada de eso le interesaba. A él
le bastaba su cuartito del segundo piso, su televisor a color y la radio
casetera de su mesita de noche. En su dormitorio ni siquiera contaba con baño
propio, no así en la mayoría de las habitaciones, pero a él no le importaba. Su
espacio era sagrado y quizá por eso lo abandonaba a regañadientes cuando la
administración pasaba la aspiradora y le revolvían sus cosas.
Don Luis vivía tranquilo en ese aislamiento
suyo y poco le importaban las visitas de sus hijos.
Rara vez abandonaba por su propia voluntad su
habitación, salvo para ir a comer o en las fechas importantes en las que debía
compartir con sus nietos y las nueras.
Por eso, cuando supo que a todos los iban a
mudar de casa, el mundo se le vino abajo. Había presentido que esa reunión a
tan tempranas horas —algo poco usual en la administración— no auguraba nada bueno.
Los demás parecían contentos, sin embargo. Por
aquí y por allá se escuchaban comentarios de tipo “tendremos agua caliente, por
fin” u “ojalá que a las nuevas piezas les llegue solcito por las tardes”. Él,
en cambio, estaba absorto en sus pensamientos, pues ¿qué sería de su rincón?
Esa mañana, después de la reunión, los pasillos
que llevaban a su habitación le parecieron largos y alambicados. Y habría
jurado que aquella señora de la silla de ruedas la vio pasar dos veces por el
mismo corredor.
Abrió el cerrojo del dormitorio y entró. La
puerta se cerró detrás suyo con un ruido seco. Las ventanas estaban con el
seguro puesto; las abrió para que entrara aire y se sentó a los pies de la
cama. Encendió el televisor, pero no lo miró, ni le prestó atención.
Se quedó largo rato de ese modo, hasta la hora
de almuerzo. Cuando sonó el timbre para que los residentes iniciaran su lenta
procesión hacia las mesas —hoy, había pastel de papas, bueno para la
digestión—, don Luis se quedó ahí mismo. La televisión seguía encendida,
promocionando dientes más blancos después de una sola cepillada.
Miró por la ventana y vio el patio interior de
la casa, donde había un banco de metal sin cojines. Se trataba de un espacio
húmedo salpicado de ramas podridas y hierbajos; no había siquiera un camino de
pastelones que condujera al frío banco que esperaba en el fondo. No; todo
estaba lleno de barro y uno debía ensuciarse los zapatos si quería sentarse.
Se preguntó, de hecho, ¿quién se sentaría en
él? Nadie, probablemente. Los huéspedes, friolentos y siempre vistiendo chales
y guantes, se resfriarían muy seguramente, pues no caía ni siquiera una mota de
sol que, generosa, les calentara sus calvas o sus cabelleras canosas.
—Vamos,
don Luis. Se perderá el almuerzo —, una enfermera había entrado sin tocar la
puerta, pero en ese momento, a don Luis no le importó.
Esa
noche, cuando todos dormían y solo quedaba el turno de guardia tomando un café
en el comedor, don Luis se levantó de su cama, se calzó las zapatillas de
levantarse y se puso una bata. Con mucho cuidado, abandonó su cuarto.
Un manto de silencio cubría los pasillos y,
salvo un ronquido ocasional, solo se escuchaba el murmullo distante del
ascensor de la administración.
Bajó
lentamente las escaleras, apoyándose del pasamanos. El ruido del primer piso no
distaba mucho del segundo, pero además de ronquidos, aquí también se oían los
cantos de los grillos.
Fue
hasta el ventanal que comunicaba con el patio interior. Acercó cuidadosamente
la mano al picaporte de la puerta de cristal y la abrió; estaba sin seguro,
quizá por descuido de algún encargado del aseo.
Caminó
lentamente por el barro hacia el banco, iluminado solo por la luna llena. Oyó
el “crac” de un caracol que pisó, pero no se detuvo.
El banco
estaba bañado por una capa de humedad y seguramente estaría muy frío, pero eso
no le importaba. Se sentó y estuvo allí por largo rato.
Siempre
había visto por su ventana el banquito, pero nunca se había acercado a él.
Ahora, en esa quietud amigable, oía con más claridad el coro de los grillos, el
ulular de una que otra ave ocasional y el viento entre las ramas de un frondoso
almendral, pero todo lo demás estaba en quieto silencio.
Nunca
había reparado en lo amplio del patio y lo cómodo que podía resultar el banco.
Levantó la vista y contempló la luna y una que otra estrella agonizante a
millones de kilómetros de distancia. En su juventud, había aprendido que muchos
de los astros que veía por las noches habían desparecido y que su brillo era
solamente un rastro del pasado.
Volvió a
preguntarse cómo era posible nunca haber bajado hasta allí. Quizá incluso
habría partes de la casa que no conociera. Los veinte años que había vivido en
ella parecieron reducirse solo a ese instante: a su visita nocturna al banco
del patio.
—¡Pero,
por Dios, don Luis! ¡Éntrese o pescará un resfriado de antología! —dijo una voz
entre las sombras de la casa. Era la misma enfermera del almuerzo.
Don Luis
obedeció en silencio. Al cruzarse con la enfermera, ni siquiera le devolvió una
mirada.
Adentro,
el aire parecía sofocarlo, era demasiado caliente para sus huesos marchitos.
Caminó por los mismos pasillos, pero sin prestar atención a los ronquidos de
sus compañeros ni al coro de grillos.
Una vez en
su cama, pensó en la amplitud de ese viejo caserón y lo pequeño que era su
dormitorio. El techo parecía venírsele encima y notó que estaba descascarado. A
la luz de la luna, la sombra de esos jirones de pintura le recordaban las dunas
de un desierto visto desde las alturas.
—¿Será cierto que allá, en la casa nueva, tienen hartos bancos para sentarse? —no conocía la respuesta y tampoco la pudo averiguar; se había quedado dormido, exhalando el aire lenta y suavemente.
Isaac, me gusta mucho tu historia...reflejas muy bien a ese anciano apagado, que vive sin realmente vivir hasta que un día decide romper su rutina y salir afuera a ver las estrellas, y al mismo tiempo rompe ese mundo que era su cuarto, viendo lo grande que realmente es todo.
ResponderEliminar¡Está muy buena! Me recuerda un poco a tu pauta 2 en la construcción inicial de un personaje más viejo y apagado, aunque los finales para cada uno sean totalmente diferentes.