martes, 17 de mayo de 2016

Naranjo nostalgia

                                                   

Todos los días a la misma hora, Amelia se encontraba sentada en uno de los bancos del parque que da hacia el oeste. Disfrutaba, sin excepción, el ver como el cielo, dominado por el celeste, la mayoría de los días de verano, se teñía ahora de diferentes tonos de naranjo, rojo y amarillo.

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Amelia y Gaspar se conocieron en agosto de 1940. Él era tres años mayor que ella; lo que para Amelia, como repetía entre risas cada vez que tenía la oportunidad, no era suficiente para que estuvieran al mismo nivel de madurez.  La altura, delgadez y las largas piernas de Gaspar justificaban el sobrenombre que ella le puso el primer día que lo conoció: Zancudo; lo que también se ajustaba a su personalidad  ya que nunca se quedaba en un mismo lugar por mucho tiempo. Gaspar desbordaba alegría y unas ganas de vivir que contagiaban hasta el alma más triste. Amelia en cambio, era una mujer más seria, con facciones toscas pero cara delgada y siempre usaba unos gruesos anteojos que se deslizaban hasta la punta de su nariz, haciendo que su semblante se viera aún más intrigante.
Ambos sintieron una atracción por el otro en el minuto en que se vieron por primera vez.  Lo que a uno le faltaba, al otro le sobraba, se complementaban hasta el punto que  se convirtieron en una pareja inseparable. Uno no funcionaba sin el otro.
Sólo hicieron falta seis meses para que decidieran estar juntos para siempre y un día de verano, la estación favorita de ambos, se casaron en una pequeña ceremonia en el parque donde se conocieron, justo a la orilla del lago.
Con el tiempo,  formaron una rutina que para ambos era lo que le daba el sentido y plenitud a su vida. Disfrutaban de una serie de actividades: mientras el pintaba, ella armaba rompecabezas,  jugaban cartas, se leían historias el uno al otro, pero sin duda, su pasatiempo favorito eran los paseos por la tarde por el parque con el cachorrito dálmata que querían y trataban como a un verdadero hijo, ya que era lo único que el destino les tenía preparado  como “descendencia”.
Los tres, se sentaban en uno de los bancos del parque y juntos veían como el cielo iba cambiando de color, hasta que se veía invadido de estrellas.
Durante las largas caminatas a través del parque se dedicaban a observar la belleza de las distintas etapas de la vida. Niños corriendo de un lado a otro, escalando los juegos del parque, adolescentes recostados en el pasto buscando formas en las nubes dejándose llevar por la música que escuchaban por la radio, como compartían las parejas recién casadas y como elevaban cometas familias completas.
Así transcurrieron tres años hasta que un día recibieron la noticia que ambos temían pero que ninguno de los dos mencionaba. Gaspar había sido convocado para luchar por su preciada tierra en la devastadora segunda guerra mundial.
Ese día, decidieron ir al parque para observar un último atardecer juntos.
Durante el período que Gaspar sirvió en la guerra, mantuvieron la comunicación a través de cartas, donde hablaban principalmente de lo diferente que eran los lugares en los que se encontraban pero como el atardecer los hacía sentir como si estuvieran juntos en su lugar de siempre. Pero a medida que transcurría la guerra, las cartas comenzaron a perderse y las que lograban encontrar su camino, llegaban mucho tiempo después de haber sido enviadas. Al cabo de un tiempo, no hubo más.
El pánico se apoderó de Amelia. Su cabeza no dejaba de ir de un lado a otro. Cada pensamiento era como un engranaje que se acoplaba a otro desencadenando ideas realmente aterradoras.
El día en que se cumplió exactamente un año y ocho meses de la partida del amor de su vida, Amelia se encontraba apoyada en el alféizar de la ventana, siguiendo con sus ojos el camino de las gotas de lluvia mientras caían. Su corazón comenzó a latir con más intensidad, comenzó a sudar, se aceleró su respiración y dejó de escuchar el sonido de la lluvia. Su mente sólo estaba pendiente del hombre uniformado que se acercaba con la cabeza gacha hacia su puerta.


Todos los días a la misma hora, Amelia se encontraba sentada en uno de los bancos del parque que da hacia el oeste. Disfrutaba, sin excepción, el ver como el cielo, dominado por el celeste, la mayoría de los días de verano, se teñía ahora de diferente tonos de naranjo, rojo y amarillo. Acompañada ahora de un viejo dálmata, miraba hacia el horizonte añorando los días de la pre guerra con su adorado Zancudo. Los más felices de su vida.
    

                                                                                                                                  Fernanda Abarca

1 comentario:

  1. Fer, tu cuento está cuático...me daba mucha melancolía el final, y el recurso de repetición está muy bien usado.
    Destaco también los detalles simples, mezclados con profundidad....queda muy bien.

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