Todos
los días a la misma hora, Amelia se encontraba sentada en uno de los bancos del
parque que da hacia el oeste. Disfrutaba, sin excepción, el ver como el cielo,
dominado por el celeste, la mayoría de los días de verano, se teñía ahora de
diferentes tonos de naranjo, rojo y amarillo.
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Amelia
y Gaspar se conocieron en agosto de 1940. Él era tres años mayor que ella; lo
que para Amelia, como repetía entre risas cada vez que tenía la oportunidad, no
era suficiente para que estuvieran al mismo nivel de madurez. La altura, delgadez y las largas piernas de
Gaspar justificaban el sobrenombre que ella le puso el primer día que lo
conoció: Zancudo; lo que también se ajustaba a su personalidad ya que nunca se quedaba en un mismo lugar por
mucho tiempo. Gaspar desbordaba alegría y unas ganas de vivir que contagiaban
hasta el alma más triste. Amelia en cambio, era una mujer más seria, con
facciones toscas pero cara delgada y siempre usaba unos gruesos anteojos que se
deslizaban hasta la punta de su nariz, haciendo que su semblante se viera aún más
intrigante.
Ambos
sintieron una atracción por el otro en el minuto en que se vieron por primera
vez. Lo que a uno le faltaba, al otro le
sobraba, se complementaban hasta el punto que
se convirtieron en una pareja inseparable. Uno no funcionaba sin el otro.
Sólo
hicieron falta seis meses para que decidieran estar juntos para siempre y un
día de verano, la estación favorita de ambos, se casaron en una pequeña
ceremonia en el parque donde se conocieron, justo a la orilla del lago.
Con
el tiempo, formaron una rutina que para
ambos era lo que le daba el sentido y plenitud a su vida. Disfrutaban de una
serie de actividades: mientras el pintaba, ella armaba rompecabezas, jugaban cartas, se leían historias el uno al
otro, pero sin duda, su pasatiempo favorito eran los paseos por la tarde por el
parque con el cachorrito dálmata que querían y trataban como a un verdadero
hijo, ya que era lo único que el destino les tenía preparado como “descendencia”.
Los
tres, se sentaban en uno de los bancos del parque y juntos veían como el cielo
iba cambiando de color, hasta que se veía invadido de estrellas.
Durante
las largas caminatas a través del parque se dedicaban a observar la belleza de
las distintas etapas de la vida. Niños corriendo de un lado a otro, escalando
los juegos del parque, adolescentes recostados en el pasto buscando formas en
las nubes dejándose llevar por la música que escuchaban por la radio, como
compartían las parejas recién casadas y como elevaban cometas familias
completas.
Así
transcurrieron tres años hasta que un día recibieron la noticia que ambos
temían pero que ninguno de los dos mencionaba. Gaspar había sido convocado para
luchar por su preciada tierra en la devastadora segunda guerra mundial.
Ese
día, decidieron ir al parque para observar un último atardecer juntos.
Durante
el período que Gaspar sirvió en la guerra, mantuvieron la comunicación a través
de cartas, donde hablaban principalmente de lo diferente que eran los lugares
en los que se encontraban pero como el atardecer los hacía sentir como si
estuvieran juntos en su lugar de siempre. Pero a medida que transcurría la
guerra, las cartas comenzaron a perderse y las que lograban encontrar su
camino, llegaban mucho tiempo después de haber sido enviadas. Al cabo de un tiempo,
no hubo más.
El
pánico se apoderó de Amelia. Su cabeza no dejaba de ir de un lado a otro. Cada
pensamiento era como un engranaje que se acoplaba a otro desencadenando ideas
realmente aterradoras.
El
día en que se cumplió exactamente un año y ocho meses de la partida del amor de
su vida, Amelia se encontraba apoyada en el alféizar de la ventana, siguiendo
con sus ojos el camino de las gotas de lluvia mientras caían. Su corazón
comenzó a latir con más intensidad, comenzó a sudar, se aceleró su respiración
y dejó de escuchar el sonido de la lluvia. Su mente sólo estaba pendiente del
hombre uniformado que se acercaba con la cabeza gacha hacia su puerta.
Todos
los días a la misma hora, Amelia se encontraba sentada en uno de los bancos del
parque que da hacia el oeste. Disfrutaba, sin excepción, el ver como el cielo,
dominado por el celeste, la mayoría de los días de verano, se teñía ahora de
diferente tonos de naranjo, rojo y amarillo. Acompañada ahora de un viejo
dálmata, miraba hacia el horizonte añorando los días de la pre guerra con su adorado
Zancudo. Los más felices de su vida.
Fernanda Abarca
Fer, tu cuento está cuático...me daba mucha melancolía el final, y el recurso de repetición está muy bien usado.
ResponderEliminarDestaco también los detalles simples, mezclados con profundidad....queda muy bien.