“El material es mi alma y el tronco mi cuerpo. Las
raíces mis valores y las ramas una situación. Cada nudo un problema y cada
hoja, un aprendizaje…”
Salió de clases, se despidió de sus compañeros y se
encaminó al paradero. Cuando estaba por llegar, revisó la hora. Siendo casi las
seis de la tarde, decidió caminar para evitar las micros repletas de gente.
Comenzó su travesía y empezaron los pensamientos. Imágenes de cosas que nunca
habían ocurrido, situaciones jamás vividas, deseos y añoranzas muy profundos,
buscando algo perdido. Proyecciones de situaciones que podrían darse, cómo
reaccionaría, qué ocurriría y cómo se sentiría. Solía imaginarse de todo tipo,
las cuales, durante unos minutos lo hacían sentir bien, a gusto, feliz. Sentimientos
falsos emergían junto con el deseo de vivir los momentos imaginados. Pero
pronto volvía a la realidad, junto al sufrimiento de que aquello, no existía. Al
mismo tiempo en que la proyección terminaba, volvían los recuerdos. Recuerdos
de eventos que sí ocurrieron. El sufrimiento de sus errores volvía e
inmediatamente intentaba pensar en otra situación suplente de la que acababa de
recordar; otra proyección. Y así oscilaba entre el pasado y el futuro, en busca
de algo que ni siquiera tenía claro qué era. Sin darse cuenta, había caminado
dos horas desde la universidad hasta su casa.
Esta situación se repetía constantemente, todos los
días, a todas horas y más aún cuando estaba sólo. Pero había un pensamiento que
lo atormentaba más que el resto. Más específicamente, una proyección: verse a
sí mismo con una polola. Cualquier mujer de su edad que prestara la más mínima
atención a cualquier cosa que él hiciera, inmediatamente se transformaba en
candidata a la proyección. Soñaba con toda su alma alguien que lo aceptara tal
y como él era, con sus virtudes y defectos, con sus simplezas y extrañezas. Iba
desde algo tan simple como una cita, hasta sus últimos momentos de vida, con ella
a su lado. Saber cuándo realmente le atraía una chica o estaba obsesionada con
ella era imposible. Al ver a esa misma chica en la realidad, sufría porque no
aceptaba su cariño y porque comprendía que nada de lo que había imaginado
ocurriría jamás.
Decidió comentar esta enfermiza situación con su
psicóloga. Cada día estaba más cansado, deseando dejar de pensar, aunque fuera
por tan solo un segundo, en especial de la particular proyección con una
pareja. Llevaba casi un año de terapia cuando ella le recomendó un libro.
Pensaba que él tenía la capacidad de entenderlo. Su madre lo consiguió unos
días después, y comenzó a leerlo.
No hubo progreso hasta que llegó a cierta parte del
libro, la cual le recordó lo que en algún momento le había dicho su psicologa:
“¿por qué te preocupas de lo que pasó y de lo que va a pasar? ¿Si lo que ya
pasó, no tiene remedio y lo que va a pasar, no tienes cómo saberlo?” El libro
lo incitó a hacer algo que había soñado hace mucho tiempo: dejar de pensar. Sus
pupilas se contrajeron, sintió un solo latido de su corazón retumbar en sus
oídos y el miedo recorrer todo su cuerpo. Cerró de golpe el libro. “¿Es
realmente posible? ¿Puedo dejar de pensar? ¿Puedo dejar de ver todas esas cosas
que no son reales? ¿Qué hago cuando no esté pensando? ¿Es reversible? ¿Por qué
tengo miedo?”.
Luego de algunos minutos, completamente
inmovilizado suspiró, memorizó los pasos a seguir y comenzó. Primero observó la
botella de bebida frente a él; la miró fijamente. Veía la etiqueta, y en su
mente aparecía la palabra escrita, “etiqueta”. Cerró los ojos y dijo “basta”. En
ese momento lo comprendió… Tenía que sentir. Miró una vez más la botella, pero
esta vez, la vio. Al mismo tiempo notó el viento que entraba por la ventana,
oyó el tráfico de la calle y el piano de la radio, olió la comida de la cocina,
sintió el aire entrando por su nariz, llenando sus pulmones. Lo había logrado,
por un segundo había dejado de pensar. Una lágrima corrió por su mejilla, al
darse cuenta de que era posible. Se levantó con una inigualable sensación de
esperanza y se recostó en su cama.
En vacaciones, vio en una feria artesanal un árbol
de alambre. “Qué lindo, haré uno de esos”. Al día siguiente, fue a una
ferretería, compró dos alicates y ciento veinte metros de alambre de acero
galvanizado. Jamás había hecho algo tan espontaneo; por lo general planificaba
con días de anticipación dónde iría, cuánto gastaría, etc. Era la primera vez
que tomaba una decisión viviéndola y no pensándola. Volvió a su casa y buscó en
internet cómo hacer un árbol de alambre. Cuando comenzó a crear el árbol, su
mente quedó en silencio. Solo sentía el alambre entre sus dedos, enrollándolo y
torciéndolo con los alicates. Dos horas transcurrieron y era increíble ver como
diez metros de alambre quedaron reducidos a un tierno y hermoso arbolito no más
grande que la palma de su mano. El primero que hizo, se lo dio a su madre.
Continuó haciendo árboles, probando distintas
medidas, hojas, diseños, etc. Cada árbol que hacía rompía una atadura de su
mente, logrando liberarse de la prisión en la que había estado toda su vida. Eventualmente
su pieza estaba llena de árboles de todo tipo y tamaño, era un bosque de alambre.
Usar su mente era cada vez más sencillo y ya no podía atormentarlo, ni siquiera
con la más fuerte proyección de tener una pareja. Ahora solo aceptaba las
situaciones que se daban. Sí, tenía citas de vez en cuando, pero les daba la
importancia que merecían. Su mente se
había transformado en lo que originalmente era: una herramienta.
Un sábado cualquiera, su madre fue a su pieza para
preguntarle si los acompañaría a almorzar. Se encontró con su hijo, sentado en
su escritorio, con la mirada fija en la ventana y con un alicate en la mano.
-
¿Qué miras hijo?
-
Nada, estaba pensando.
-
¿Y en qué piensas?
-
En cómo haré el árbol más grande de todos.
-
¿Incluso más grande que el de cuarenta metros?
-
Mucho más, mamá.
-
¿Y cuánto alambre crees que necesites?
-
Nada mamá… El material es mi alma y el tronco mi
cuerpo. Las raíces son mis valores y las ramas una situación. Cada nudo un
problema y cada hoja, un aprendizaje. El último árbol de alambre, es mi vida.
Dejé de mirar por la ventana, me levanté de mi
escritorio y me di vuelta. Le di un beso en la mejilla a mi mamá y dije:
-
¡Vamos a almorzar!
¡demasiado bueno! Te atrapa desde el primer instante con la cita, con la cual terminas (ring composición). Lo encontré bastante real. Pensamos poder controlar todo lo que hacemos, hasta que nos damos cuenta que la vida se vive, no se planea.
ResponderEliminar¡Me encanta! Con sentimientos de alguna forma comunes, te las arreglaste para escribir un relato increíble. Destaco mucho el bosque de alambres, la sola imágen que eso genera daba paz...muy buen recurso
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