“Las llamas habían vuelto para
reclamar la vida que no se pudieron llevar aquella vez”.
“Lo encontraron al día siguiente
con una bala alojada en su cabeza”.
“Esa terrible línea verde en el
monitor, y ese pitido que te dice a gritos que todo acabó, que estás solo desde
ese momento”.
Cerró su cuaderno. Todavía no
lograba entender por qué siempre escribía sobre la muerte. Por qué, cada vez
que se sentaba a crear alguna historia, las páginas terminaban empapadas de lágrimas y de sangre. Por qué, pese a todas las veces que lo había intentado,
ningún final feliz salía de su lápiz.
Se pregunta si hay algo mal en
él. Se pregunta si es normal. Se pregunta si algún día lograría escribir algo
esperanzador.
Se pregunta por qué sus
personajes no merecen la oportunidad de vivir…Se pregunta si hay alguna manera
de socorrerlos.
Vuelve a abrir su cuaderno, le
saca la tapa al lápiz con la boca y, sin dejarla en otra parte, se dispone a
escribir.
Figura sentado en el suelo,
mirando fijamente la hoja en blanco, con el lápiz a apenas un par de milímetros
sobre el papel, y así se mantiene, como esperando un golpe de inspiración
divina. Nada
Pasan dos o tres horas, y lo
único que ha cambiado en la escena es el papelero, antes vacío, y ahora lleno
(y rodeado) de hojas arrugadas, cada una con un intento fallido
de escribir algo feliz.
Se le ocurre algo, apoya el lápiz
en el papel y se percata de que no le queda tinta. No se preocupa
especialmente, la idea no era tan buena. Recupera la tapa de entre sus dientes,
y deposita ambos en el papelero.
Mira la hora, sacude la cabeza y
se pone de pie. Se dirige al baño, se lava la cara. Mira la hora nuevamente.
Suena su teléfono, contesta. Sus ojos se iluminan, asiente con la cabeza y
sonríe. Le hace saber a la otra persona cuánto la quiere y, acto seguido,
cuelga. Se dirige una vez más hacia su pieza, abre el cajón de su velador, saca
otro lápiz, lo destapa con los dientes, recoge su cuaderno y lo abre otra vez.
Se pregunta cómo no lo había
pensado antes. Se pregunta qué había hecho para merecer esa oportunidad. Y
escribe.
Marca un punto final en el papel
y termina. Mira la hora y no puede evitar cierta sorpresa al darse cuenta de
que llevaba escribiendo una hora y no había arrancado ni una sola hoja.
Escupe la tapa del lápiz, toma su
celular y la llama. Le cuenta sobre su triunfo. Le da las gracias por haberse
aparecido. Le explica cómo había logrado hacer que su personaje más reciente
pudiera vivir. Se despide y corta.
Gracias a este nuevo personaje
que había llegado a su vida es que se pudo dar cuenta de que lo único que le
hacía falta a los suyos, era otro más que los acompañara.
Un otro que hubiese ayudado al
primero a escapar del fuego.
Un otro que convenciera al
segundo de soltar la pistola.
Un otro que estuviera ahí para
apoyar al tercero en su pérdida.
La soledad lo había acompañado
durante tanto tiempo que había olvidado lo importante que era tener a alguien
cerca. Pero ella se lo recordó, y salvó a sus personajes.
Me gustó la manera en que tratas el tema de la soledad. Además, muchas veces la solución está frente a nuestros ojos, pero por la ceguera del momento, no logramos ver, y necesitamos de alguien externo para quitarnos el velo que nos enceguese.
ResponderEliminarWow. Me gusta muchísimo.
ResponderEliminarMe gusta la historia, aunque el tema del amor salvándonos de la soledad pareciera ser un poco cliché, en tu cuento no me dio esa sensación.
ResponderEliminarEl personaje del escritor, desesperado y frenético, se siente muy cercano, me agrada, aunque me gustaría saber un poco más de los personajes, siento que pueden tener más desarrollo.
Todos esos personajes son sacados de mis cuentos. tallerdementiras2015.blogspot.com
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