El bosque estaba lleno
de verde…la luz del sol apenas entraba, iluminando sólo las copas de los
árboles, dándole a todo el aspecto de un cuento de hadas, el suelo mullido
debido al musgo, los troncos caídos que hacían las veces de banquitas para
descansar, y las flores, de colores intensos, que bordeaban el camino.
La niña sabía que ella
no era la primera en estar en ese bosque, muy por el contrario, muchas otras
habían estado allí antes que ella, y de alguna forma, podía sentir y ver los
pasos que esas otras habían dado.
Ese bosque la hacía
sentir tanta paz, pero al mismo tiempo, amplificaba sus sentimientos,
particularmente el amor, que, en su caso, se enfocaba en los animales, las
plantas, el agua…en fin, la naturaleza en general.
Desde siempre supo que
ella acabaría allí, en ese bosque, simplemente caminando y pensando…recordando
todo hasta ese momento.
Poco a poco su caminar
se va volviendo más lento, hasta que, en un pequeño claro, en el que la luz del
sol formaba un pequeño círculo al centro, se detiene, y se da cuenta que, en
este punto, ya no hay vuelta atrás.
Parándose en el
círculo, sabiendo que este estaba hecho para ella, y sólo para ella, sus pies
echan raíces…pronto ya no puede moverse, pero sonríe, aun mirando a ese Sol que
alumbraba la transformación.
Las raíces del pasado…los
animales que cuidó, las plantas de las que aprendió, los tiernos amores
infantiles expresados en los juegos, las galletas de su madre…y sus pies ya son
raíces, bien enterrados en la tierra y firmes.
Su tronco comienza a volverse
un verde tallo, de su presente determinado, sus ganas de vivir y de cuidar a
ese bello mundo que le rodea, el amor a la vida…la adelgaza, y su ser se vuelve
fino y enrevesado.
Y su cabeza…su cabeza
se vuelve una bella flor, rosa por el inocente amor que siente, pero igualmente
florece, pura, libre, y a sabiendas de que, a partir de entonces, su vida en
ese bosque será eterna.
Imágenes tomadas en
Liquiñe, Región de los Ríos, Chile
Alice Arthagon
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