Pedro
Ramírez bajó al sótano de la hospedería. La señora Laínez le había encargado
que trajera la vajilla nueva para el almuerzo de Pascua y él, gentilmente, no
dudó en ayudarla.
El sótano, infectado de humedad y moho, se encontraba atiborrado de
las cajas de los huéspedes; la vajilla de la mujer debía de estar perdida entre
todos esos viejos recuerdos que entorpecían el tránsito por la habitación.
Pedro tropezó y soltó un juramento. Cayó de bruces al suelo y al darse
vuelta para ver con qué había trastabillado, se percató de que eran sus propias
cosas. Alguien, un infeliz sin duda, las había movido de su lugar. Se acercó a
gatas hasta la caja y la abrió para comprobar que todo estuviera bien, no sin
antes encender una débil ampolleta que colgaba del techo.
En su interior, todo estaba en orden, meticulosamente guardado y
acomodado. Los marcadores que alguna vez utilizara subrayando sus innumerables
libros de estudio estaban ahí, pulcramente guardados en un estuche. La foto de
unos niños que asomaba de un sobre y un cuaderno de cuero, que utilizaba para
sus cuentas, también se encontraban en buenas condiciones, sin arañazos ni nada
más que el polvillo que cubre a las cosas escondidas por largo tiempo. Sí, todo
estaba bien, excepto el sobre y la fotografía.
La cogió y la guardó, pero vio que había más fotos. Y por curioso
impulso, quizá por morbo, las revisó.
Se trataban de imágenes muy antiguas y amarillentas. Al principio,
Pedro sonrió al verse retratado en situaciones cotidianas como dormirse en su
sillín de comer, cuando apenas contaba con dos o tres años o verse jugando con
sus primos en aquellos días de verano en Concón; recuerdos que parecían ajenos
por esa distancia insalvable entre el propio pasado y el presente.
Fue pasando las fotografías y aquí y allá estaba con sus abuelos, sus
hermanos o sus padres. En algunas imágenes jugaba con sus amigos del instituto
a la pelota o sonreía frente a un pastel de cumpleaños, mientras que en otras
se aferraba a las riendas de un potro o alimentaba gallinas con su abuela. Y
aunque las fotos fueran bastante diferentes entre sí, en todas ellas aparecían
las mismas sonrisas que el tiempo vuelve ajenas. Eran muchos recuerdos para cincuenta
y siete años, pensó.
En el sótano silencioso, ni siquiera interrumpido por el trajín de la
señora Laínez, con esa calma que permitía escuchar los propios latidos del
corazón, Pedro siguió pasando fotos, abstraído de todo pensamiento y acompañado
solo por la misérrima ampolleta que había por luz.
Todos los recuerdos se agolpaban ahora en su memoria y volvían a
revestirse de individualidad. La difuminación que obrara el tiempo sobre ellos
ahora caía presa de sí misma y esos momentos resucitaban con nuevas fuerzas y
penetraban en su mente con vehemencia.
Solo ese montón de fotos, sonrientes y lejanas, cubrían los primeros
años de Pedro. Ahora, las siguientes recorrían su adolescencia y así, se vio
aterido de espinillas, jugando fútbol con sus amigos y, también, con su primera
novia, cuando tan solo contaba con dieciséis y el mundo aún resultaba novedoso.
Aquella chica, de ojos verdes y sonrisa franca lo apretaba contra ella, sin
reparos, feliz y tranquila; quizá también sentía lo mismo que Pedro: el mundo
era nuevo y ellos rebosaban juventud.
Junto con aquel primer noviazgo, sobrevendría la temprana muerte de su
padre. La última foto de este lo mostraba leyendo un libro, con un cigarro
entre los dedos, sentado en la terraza en un día de sol; ni siquiera había sido
retratado de frente, pues quien hubiera capturado la imagen lo hizo casi a sus
espaldas, quizá por accidente. Pedro, sin embargo, sintió algo de molestia.
Pero las fotos proseguían su rumbo impertérritas y los años avanzaban.
Pasó por el distanciamiento de sus hermanos, en los días en que enseñaba
jubiloso su diploma del doctorado. Y por ese entonces, la sonrisa se mostraba
ahora como impostada y había perdido brillo. En esa imagen también se veían las
primeras arrugas de sus ojos y unas canas incipientes. Iba acompañado de su madre
que sonreía más con una mueca que con verdadera alegría.
Las siguientes imágenes representaban una sucesión de recuerdos cada
vez menos naturales; fotografías de su madre de mirada perdida con los hijos de
sus hermanos, un paisaje rural que no recordaba y nimiedades como un gato o un
atardecer. Recordó que más tarde moriría su madre y que esa ocasión había
congregado por última vez a todos los hermanos.
Pedro hizo una pausa; de eso, lo separaban veintisiete años. Luego, en
el almuerzo que sucedió al entierro, todo había terminado en discusión y
llanto. Pedro sacó las fotos ese día, pero al revelarlas, no se las enseñó a
sus hermanos. Ahora quizá ellos estaban cómodos en sus casas con sus respectivas
familias celebrando la Pascua. Sus niños, los nietos, estarían sonrientes
buscando huevos de chocolate…
Hizo otra pausa. ¿Cuándo fue la última vez que comió uno?
No lo sabía.
Luego, las fotografías cambiaban radicalmente de rumbo. Pedro aparecía
dando clase o con eminentes profesores de universidades extranjeras. En algunas,
posaba con mandatarios de países exóticos o con amigos de sonrisas blancas y
perfectas. Se sorprendió mucho al ver estas imágenes; no tenía recuerdo de
ellas.
El tiempo avanzaba y las fotos se terminaban. Pedro perdía cabello,
engordaba y encanecía. Sus viajes a Polonia, Dubái, España e Inglaterra, todos por
congresos de literatura —donde había expuesto brillantemente de temas como la
crisis existencial en El extranjero,
la desesperación en La metamorfosis o
el problema del dolor en las páginas de Mauriac—, ya no le parecían importantes.
Y aunque la Torre de Londres se erguía orgullosa en el papel fotográfico, ya no
ocurría lo mismo con las sonrisas, con la pose del cuerpo y con su vigor de
antaño.
Excepto por sus familiares y una que otra imagen, en las fotografías
posteriores ya no lo acompañaba nadie; estaba solo, tomándose fotos casi como
si cumpliera con una obligación o con una costumbre social irreprimible y
necesaria. Fotografías como la de aquel verano de hace cinco años, en la que un
extraño había sujetado la cámara y unos dedos extranjeros habían presionado el
obturador, se sucedían sin descanso hasta que todas se acabaron y llegaron nuevamente
a la primera, a la del verano en Concón.
Pedro la contempló otra vez, en el silencio húmedo del sótano y
acompañado solo por esa luz de pacotilla.
Guardó todo en la caja y la acomodó cuidadosamente en su lugar. Una
voz melindrosa lo llamó, preguntándole desde la cocina por la vajilla.
Pero Pedro no le hizo caso; en su lugar, siguió mirando la caja
mientras la ampolleta comenzaba a agonizar. La miró hasta que la luz se apagó
suavemente, extinguiéndose en el silencio.
Tempus Fugui en todo su esplendor: cuántas veces no hemos querido volver al pasado, donde no teníamos obligaciones.
ResponderEliminarDebemos aceptar cada etapa del pasado y quedarnos con los buenos recuerdos...
Tempus Fugui en todo su esplendor: cuántas veces no hemos querido volver al pasado, donde no teníamos obligaciones.
ResponderEliminarDebemos aceptar cada etapa del pasado y quedarnos con los buenos recuerdos...
Me gusta...ese detalle que das de ir enlazando los recuerdos con fotos, como con el tiempo dejan de ser felices y comienzan a ser borrosos....me genera una sensación de tristeza y melancolía, especialmente al final...buen cuento, me agrada :)
ResponderEliminarExcelente redacción y vocabulario, fácil de visualizar y entretenido. Tengo un par de dudas, pero las preguntaré en el taller.
ResponderEliminarMe encanta como está pensado cada detalle, esa ampolleta con luz débil, las cajas, me imaginé en el lugar. El hecho de que literalmente se tropezara con sus recuerdos y que los revise "por morbo" lo encontré en verdad demasiado bueno, una imagen muy bonita.
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